miércoles, 27 de junio de 2007

DEL GUERRERO AL CORTESANO-Por Norbert Elías

DEL GUERRERO AL CORTESANO
Por Norbert Elías
Nota y traducción José María Pérez Gay
La sociedad cortesana de los siglos XII a XVIII, sobre todo en la nobleza de Francia que es su centro, ocupa un lugar predominante en todo ese oleaje cambiante de las altas y las bajas formas de comportamiento en su penetración final a círculos más amplios de la sociedad. Los cortesanos no provocaron ni descubrieron conscientemente la pacificación de las pasiones y la nivelada renovación de la conducta. Como todos los individuos sometidos al ritmo del proceso civilizatorio, los cortesanos obedecieron a una intrincada red de coerciones que nadie —individuos o grupos— había planeado en exclusiva. En la sociedad cortesana fueron modelándose las formas de comportamiento que, impregnadas más tarde con otras influencias, adquirieron el carácter de procesos coercitivos a largo plazo, según la situación histórica de los grupos dominantes. Estas formas de comportamiento acabaron imponiéndose a vastos sectores de la sociedad. Más que cualquier otro grupo de Occidente, los miembros de la buena sociedad cortesana se convirtieron, por su situación privilegiada, en especialistas del cambio y de la renovación de la conducta. Y pudieron hacerlo porque, a diferencia de otros grupos dominantes, cumplían una función social, pero carecían de una profesión específica.
La conformación de la conducta en las Cortes —centros de la administración de monopolios tan claves como el tributo económico y la violencia física— no tuvo una importancia decisiva sólo en Occidente, también fue clave para otros procesos civilizatorios, como el de Oriente. Porque fue ahí en las Cortes, en las residencias de los señores que todo lo acaparaban, donde empezaron a tejerse los hilos de una inmensa red de interdependencias sociales; ahí se establecieron las correas de transmisión mas largas y resistentes de todo el tejido, particularmente si contaban con el respaldo de un gran poder central —como en el comercio exterior por ejemplo, cuyos hilos tocan y envuelven una gran cantidad de centros urbanos y comerciales dentro y fuera de las fronteras del poder central. Este poder exige a sus funcionarios, a sus representantes y súbditos, y hasta a los mismos príncipes, una reglamentación rígida de la conducta, una visión a largo plazo más intensa y disciplinada. Las reglas de ceremonial y de etiqueta muestran con claridad esta exigencia. La razón es sencilla: de los señores y su pequeño séquito —de nadie más— dependen infinidad de asuntos cruciales para todo el territorio sometido; cada paso, cada ademán puede tener consecuencias graves. Sin una estricta división de funciones, sin ese refinado y contenido distanciamiento de las formas de conducta, el equilibrio de la sociedad —que permite la administración pacífica del monopolio— desaparecería vertiginosamente. El monopolio tiene todavía un carácter privado y personal; todo hecho o movimiento hasta cierto punto significativo en quienes lo detentan —el príncipe y sus ministros— tiene consecuencias directas en el séquito próximo e íntimo de la corte y, más tarde, en todo el territorio sometido. El cortesano cae por eso, inevitablemente, en una intrincada red de normas de comportamiento que tarde o temprano lo obliga a tener una constante precaución y a ponderar exactamente todo lo que hace y dice.
Naturalmente, la formación de los grandes monopolios del poder y el control —y de las cortes en su cúspide— es sólo uno de los muchos rasgos que caracterizan los procesos de la civilización. Pero es una de esas formaciones claves para acceder al verdadero motor del proceso. La gran Corte del rey es por bastante tiempo el centro de las relaciones sociales. La sociogénesis de la Corte revela de pronto a los elementos de un cambio civilizatorio, ese factor que condiciona y permite después todas las transformaciones ulteriores en el desarrollo de una nueva etapa de la civilización. Ahí se percibe paso a paso la sustitución de la nobleza guerrera por una nobleza "domada" cuyas pasiones han sido sometidas y domesticadas: la nobleza cortesana. Acaso todo gran proceso civilizatorio, Occidente incluido, uno de los acontecimientos decisivos sea justamente la transformación del guerrero en cortesano. Apenas es necesario decir que hay varios grados y etapas en la implantación de la Corte, en la pacificación de la sociedad. En Occidente, la transformación se lleva a cabo con lentitud entre el siglo XII y los siglos XVII o XVIII.
He explicado detalladamente en otra parte cómo se verifica este tránsito multisecular: primero hay un amplio territorio con muchos castillos o feudos donde las relaciones entre los individuos son bastante débiles, discontinuas; las obligaciones y tareas cotidianas de la mayor parte de los guerreros y los campesinos no desbordan los límites de una reducida comarca. Más tarde, entre la multiplicidad de castillos y feudos empiezan a destacarse algunos señores que por medio de batallas triunfales y la acumulación de tierras, llegan a obtener una hegemonía sobre los guerreros de una comarca mayor. Por la enorme cantidad de bienes y operaciones que concentran, los castillos de estos señores empiezan a volverse verdaderos albergues para muchísimos individuos: van volviéndose cortes. Los individuos que se encuentran ahí buscando nuevas perspectivas, han perdido su independencia. Predominan los guerreros fatigados y miserables que no tienen ya la autonomía de los otros guerreros déspotas que siguen habitando y dominando autárquicamente sus propios feudos y señoríos.
Ya en el momento de esas primeras aglomeraciones en castillos, círculos numéricamente reducidos si se les compara con las Cortes de los regímenes absolutistas, la convivencia obliga a los individuos, guerreros o no, a reglamentar rígidamente su conducta —particularmente en el trato con la señora de la Corte, de la que dependen—, a una contención mayor de sus pasiones, a cambiar el signo y la manifestación de sus impulsos.
Los códigos de la conducta cortesana pueden dar una idea de como se reglamenta el trato; los trovadores, una impresión del cambio en las pulsiones que era necesario y general en esas cortes territoriales grandes y pequeñas. Ellos son el testimonio de cómo empezaba a gestarse una evolución que llevaría después a la nobleza a integrarse en la Corte y a renovar constantemente su comportamiento en el sentido de una civilización.
Con todo, la red en la que se encuentran atrapados los guerreros no es todavía muy extensa y compacta. Deben acostumbrarse a cierto recato y distanciamiento en la Corte, pero hay todavía muchas personas y situaciones ante las que no es preciso dominarse. Se puede evitar al señor o a la señora de la Corte y esperar la ocasión de encontrarlos en otro albergue o refugio. Los caminos están llenos de encuentros previstos o inesperados que no exigen una rígida reglamentación de la conducta. En la Corte, en el trato con la señora quedaban prohibidos los actos violentos y los brotes pasionales pero el caballero cortesano era todavía —ante todo— un guerrero y su vida una larga e indestructible cadena de retos y contiendas. Las coerciones pacificadoras que modificarían profundamente el destino de sus pulsiones, no habían empezado a trabajar fuera de su vida en la Corte —ni del todo tampoco dentro de ella. Apenas empezaban a manifestarse y eran continuamente violadas. El predominio de las reacciones beligerantes impedía el paso a la coerción domesticadora.
Con todo, la autocoerción que el caballero se impone en la Corte empieza a consolidarse, va volviéndose un manojo de costumbres que trabajan casi inconscientemente, es un aparato que actúa en forma semiautomática y que poco a poco forma y mete en cintura al caballero. En la época de esplendor de la sociedad cortesana, casi, todas las reglas de conducta están destinadas ya, por igual, al aprendizaje de niños y adultos: entre los adultos no era costumbre portarse de acuerdo al código, pero esto no les impedía hablar siempre de las reglas. Las reacciones agresivas no desaparecen de la conciencia totalmente; el aparato de autocoerción, el "super yo" no había adquirido todavía su fuerza ni su desarrollo simultáneo.
Uno de los motores que llevaron a la sociedad cortesana a crear y refinar las buenas formas del trato, fue la presión de los sectores urbanos y burgueses contra la nobleza; una presión que es todavía relativamente débil —tanto como la competencia entre ambos "Estados". Ciertamente, en las mismas Cortes territoriales luchan a veces guerreros y ciudadanos por los mismos derechos. Hay tantos trovadores nobles como burgueses. Desde esta perspectiva, la sociedad cortesana muestra una estructura semejante a la Corte del régimen absolutista: permite que individuos de origen noble y burgués empiecen a tratarse de modo permanente; pero es sólo durante la época en que se consolida el monopolio del poder cuando la red de relaciones entre la burguesía y la nobleza permite un intercambio amplio y constante a la vez que se dan controversias fuera de la Corte. Las relaciones de la nobleza y la burguesía, tal como aparecen en las primeras Cortes, son todavía casos aislados e insólitos; la dependencia recíproca entre la nobleza y la burguesía es todavía demasiado débil. Las ciudades y los señores feudales se enfrentan como entidades políticas y sociales extrañas, radicalmente distintas. Una nítida expresión de esta división de funciones, de esta falta de cohesión entre los diferente sectores sociales, es la diferencia que hay entre las costumbres o ideas de una ciudad a otra, de un monasterio a otro, de una Corte a otra. La distancia que hay en las relaciones entre los mismos sectores de la sociedad es mayor que las relaciones entre castillos y ciudades de la misma región. Esta es la estructura social que debe tenerse en cuenta para comprender los procesos sociales de la Corte que permitirán una paulatina e intensa "civilización" de las pulsiones.
Como en toda sociedad que tiene una relación "primaria" con la naturaleza, la dependencia recíproca entre los diferentes sectores de la sociedad feudal de Occidente es débil, sobre todo si la comparamos con etapas ulteriores. De ahí que el modo de vida sea más violento e inestable. El poder de las armas, el poder bélico y la propiedad tienen una relación íntima e inmediata, son consecuencia uno del otro. El campesino desarmado vive sometido, entregado al señor de las armas como ningún otro individuo de épocas posteriores, en las que aparecen ya los monopolios públicos o estatales del poder. En contraparte, el señor de las armas es extraordinariamente libre, su dependencia funcional de las clases es más reducida —aunque no deja de existir— y puede amenazarlas y exaccionarlas con una impunidad que no tendrá en el futuro.
Algo parecido a esta independencia social entre los distintos sectores ocurre con el nivel de vida. El contraste entre los sectores dominantes y las clases bajas es enorme, particularmente en el momento en que de la pléyade de guerreros autónomos y autárquicos empieza a surgir el pequeño grupo de señores poderosísimos y enriquecidos.
Tales contrastes pueden percibirse hoy en espacios humanos cuya estructura guarda alguna semejanza con la sociedad del medioevo occidental, por ejemplo la India o Etiopía. Ahí los miembros de un grupo reducido y privilegiado disponen de un ingreso que gastan en sus necesidades personales, en eso que llamarían en su "vida privada", vale decir: atuendos y joyas, mansiones y caballerizas, cubiertos y comidas, fiestas y otras diversiones. Por su parte, los miembros de la clase más baja, los campesinos, viven bajo la continua amenaza de hambrunas y malas cosechas. Bien: sólo cuando esos contrastes disminuyen y la competencia transforma y vincula a esa sociedad, cuando la división de funciones y la dependencia recíproca extienden su influencia a espacios más amplios, alcanzan a los sectores dominantes y hacen crecer el nivel de vida de los sectores dominados, sólo entonces empiezan a darse, lentamente, esos cambios que marcan los primeros avances del proceso civilizatorio: la planificación a largo plazo, la cohesión de los sectores dominantes, la presión y la movilidad ascendente de las clases bajas.
En el punto de partida de ese movimiento, los guerreros viven más o menos sin fisuras dentro de los límites de un ámbito que les es propio; los ciudadanos y los campesinos hacen lo mismo. El abismo entre las clases es demasiado profundo: costumbres, ademanes y gestos, vestidos o diversiones son radicalmente distintos en uno y otro sector (aunque, desde luego, no falten ciertas mezclas). Por donde se le vea, el contraste social —o "la variedad de la vida", como gustan decir los que sólo saben ver en la sociedad una expresión de la naturaleza— es enorme.
Las clases altas, la nobleza, no sienten todavía una gran presión social por parte de las clases más bajas; la misma burguesía aún no ha empezado a disputarle funciones o prestigios. La nobleza no necesita en este momento replegarse ni reflexionar para mantenerse como sector social dominante: tiene la tierra y la espada. El guerrero tiene sólo un peligro inminente: los otros guerreros. Y el control que ejercen los nobles entre sí, en sus distintos comportamientos es también menor que el autocontrol que se imponen los guerreros individualmente. El guerrero se encuentra mucho más seguro y a gusto en su nueva posición social de noble cortesano; no tiene por qué excluir de su vida la vulgaridad y la dureza: no le inquieta pensar en las clases sociales más bajas, ni asocia todavía a ellas el miedo que después se apoderará de él, no existe todavía la prohibición social de todo lo que se refiere al trato con esas clases, no experimenta vergüenza frente a la conducta o los gestos de las clases bajas, siente sólo un profundo desprecio que expresa directamente, que no se nubla por la contención, que ninguna timidez reprime. Pero, como se ha apuntado antes, el guerrero fue cayendo paso a paso en la maraña intensa y estrecha de otras clases y grupos, en una dependencia cada vez más institucional. Se trata de varios procesos que se prolongan por siglos y concluyen en la misma dirección: la pérdida de la autarquía económica y militar de los guerrero, y su llegada a la Corte. Se sienten correr los hilos de esa red por los siglos XI y XII cuando se consolidan algunos dominios territoriales, y muchos individuos, sobre todo guerreros caídos en desgracia, ofrecen sus servicios y se establecen en las pequeñas Cortes de los señores prominentes. Más tarde, surgen lentamente las grandes Cortes de los príncipes feudales, que terminan imponiéndose a todas las otras; sólo los miembros de la casa real tienen ahora la oportunidad de medirse y tratarse en el ámbito de la Corte. La de Borgoña, la más rica y espléndida dentro de esa competencia entre principados feudales, da una idea exacta de cómo se logra paulatinamente la transformación del guerrero en cortesano.
Finalmente, en el siglo XV, y sobre todo durante el XVI, se acelera el movimiento que impulsa la transformación de los guerreros en cortesanos, la división de las fusiones y las relaciones recíprocas entre las crecientes clases sociales y los territorios. El movimiento del dinero, ese instrumento social cuyo uso y transformaciones nos revela el estado que guardan las funciones, muestra también con exactitud el género y la extensión de las interdependencias. El volumen de dinero crece rápidamente pero al mismo tiempo descienden con igual rapidez su poder de compra y su valor. La transformación del guerrero en cortesano y la tendencia a la devaluación del metal acuñado, empiezan muy temprano en la Edad Media. La monetización y la disminución del poder de compra del metal acuñado no es nuevo, lo nuevo en la transición de la Edad Media a las modernidades es el ritmo y la envergadura de ese movimiento. Lo que en un principio era sólo una transformación cuantitativa, viéndolo más detenidamente se muestra como una expresión de transformaciones cualitativas en las relaciones humanas, y de cambios cualitativos en la estructura de la sociedad.
Ciertamente, la rápida devaluación del dinero no es en sí misma la causa de las transformaciones; es sólo una parte importante, una palanca más en esa amplísima red de relaciones sociales. Bajo la increíble presión de las luchas y la competencia en una determinada etapa de ese desarrollo crece también la necesidad del dinero; y los hombres buscan y encuentran nuevos caminos para satisfacerla. Este movimiento tiene significados distintos para los distintos grupos de la sociedad pero nos muestra hasta qué grado se ha impuesto la dependencia funcional y recíproca de las diferentes clases sociales. En el proceso de todas esas transformaciones, han sido favorecidos los grupos cuya función les permite igualar el bajo poder de compra mediante la adquisición de más dinero, mediante un aumento de su ingreso monetario; es decir, sobre todo, las clases burguesas y los propietarios del monopolio del tributo: los reyes. El grupo más dañado es el de los guerreros o la nobleza que no multiplica sus ingresos y, por tanto, los tiene cada vez menores conforme mayores son los ritmos de la devaluación monetaria. Es la vorágine de este movimiento lo que va empujando a un número cada vez mayor de guerreros hacia la Corte de los reyes, al inmediato sometimiento; por otro lado, al mismo tiempo, los impuestos de los reyes se multiplican de tal modo que retienen en sus Cortes a un número cada vez mayor de personas.
Si uno contempla la herencia del pasado como un libro de imágenes estéticas, y dirige la mirada sobre todo al cambio de los "estilos", tiene la impresión de que el gusto o el espíritu de los hombres se ha transformado desde dentro gracias a una inexplicable y repentina mutación: primero son "los hombres góticos", luego "los hombres del Renacimiento", y finalmente "los del Barroco". Pero si se quiere tener una idea de toda la red de relaciones que han tejido los hombres de una época determinada, y se siguen los cambios de las instituciones bajo las que viven o de las funciones que legitiman su existencia social, entonces desaparece cada vez más la impresión de que la misma mutación se da en varios individuos al mismo tiempo, "repentina e inexplicablemente". Todas esas transformaciones se llevan a cabo en un espacio y tiempo determinados; se cumplen en silencio, apenas son perceptibles para quienes sólo registran los acontecimientos estruendosos. Las grandes explosiones sociales que cambian bruscamente la existencia y la actitud de los hombres, no son más que una parte de las largas y difíciles traslaciones, cuya incidencia sólo puede entenderse comparando varias generaciones, vale decir el destino social de los padres, los hijos y los nietos. Así sucede también en la transformación del guerrero en cortesano. En las últimas etapas de ese proceso, hay muchos individuos que desean ver el cumplimiento de su vida, de sus aspiraciones, emociones y destrezas, en una existencia de cortesano; pero esas emociones y destrezas van siendo cada vez más irreales por la lenta transformación de las relaciones humanas: las funciones que les daban espacio desaparecen del tejido.
Así sucede también con la Corte del régimen absolutista: los individuos no la crean de un día para otro, es resultado del acomodo paulatino de las fuerzas y las relaciones sociales. En la Corte absolutista, los individuos adoptan un tipo de relaciones y modos de comportamiento específicos, una forma que genera la cohesión. No se trata sólo de una red de relaciones más sólidas, mejor trabadas. Sucede también que la Corte misma genera nuevas redes de dependencia, es una institución compacta y siempre viva que reproduce en su interior el nivel de dependencia recíproca que existe ya en toda la estructura de la sociedad.
Es imposible entender la institución que llamamos "fábrica" sin entender la estructura de todo el espacio social y explicar por qué los individuos están obligados a prestar sus servicios a un empresario como obreros o empleados. En forma semejante, resulta imposible entender la función social de la Corte del régimen absolutista, sin conocer la fórmula de sus necesidades: el género y la medida de la dependencia recíproca de sus miembros, el modo como los individuos más dispares se han reunido en un mismo lugar. La Corte se nos muestra entonces como lo que realmente, fue, pierde ese carácter de grupo accidental y arbitrario, que no vale la pena ni es posible investigar, y encontramos un sentido en toda esa red de relaciones. La Corte ofrecía a numerosos individuos la posibilidad de satisfacer necesidades sociales siempre nuevas, que fueron creciendo de esa dependencia recíproca.
La nobleza, o por lo menos una parte de ella, necesitaba del rey porque la creciente formación del monopolio había destruido la función del guerrero libre y soberano, al cual en un proceso de creciente monetización, el sólo ingreso de sus tierras —comparado con el nivel de la ascendente burguesía— no le garantizaba el diario sustento ni, mucho menos, la existencia social y el prestigio de la nobleza como clase dominante frente a la fuerza de la burguesía. Bajo esa presión, una parte de la nobleza se trasladó a la Corte —donde siempre esperaba encontrar refugio—, y se sometió al rey. Sólo la vida en la Corte, le abría al noble el acceso a nuevas oportunidades económicas, a un renacimiento de su prestigio; sólo en la corte podía satisfacer más o menos el derecho a una existencia dominante. Pero si a los nobles les hubieran importado nada más las oportunidades económicas, no habrían necesitado ir a la Corte. Muchos habrían hecho dinero mejor y más fácilmente desempeñando una actividad comercial o contrayendo matrimonio. Sin embargo, ganar dinero en una actividad comercial hubiera significado desprenderse de su nobleza, degradarse frente a ellos mismos y frente a los otros. Precisamente su distancia entre la burguesía —el carácter de su nobleza, la conciencia de ser miembros de las clases dominantes— era lo único que le daba sentido y dirección a su vida. El deseo de conservar su prestigio clasista, y "diferenciarse" de los otros era superior al de enriquecerse y acumular dinero. Los nobles no fueron a la Corte porque dependieran económicamente del rey, sino más bien porque sólo paseando por ella, viviendo en esa sociedad podían conservar la distancia necesaria frente a los otros, luchar por la salvación de sus almas, de su prestigio y existencia como miembros de las clases altas, de la society del país. Si no les hubieran ofrecido esas oportunidades económicas, una parte de los nobles cortesanos habría podido vivir fuera de la Corte; pero lo que buscaban era no sólo la posibilidad de sobrevivir económicamente —podían hacerlo también fuera de la Corte—, sino la posibilidad de una existencia que correspondiera a su prestigio y su carácter de nobles. Esta doble coerción simultánea, la económica y la del status, es en mayor o en menor grado característica de las clases altas; no sólo de los representantes de la Civilité, también de toda la civilización. La necesidad de pertenecer a una clase alta y prolongar indefinidamente su pertenencia a ella, no es menos imperiosa y decisiva que la otra, de encontrar un sustento. Esas dos coerciones forman una cadena indivisible, que va atando a los miembros de esta clase. No es posible interpretar esa coerción, es decir el ansia de prestigio y el miedo de perderlo, la lucha contra todo el que quiera borrar las diferencias sociales, como si fuera un deseo enmascarado de enriquecerse, de obtener más ventajas económicas. Ese deseo está presente, sin duda, en ciertas clases o familias que, bajo una enorme presión externa, viven al filo del hambre y la miseria. Pero el ansia de prestigio social es también leit motiv de la acción en clases cuyo ingreso no es tan bajo o cuya riqueza está en pleno crecimiento y ha rebasado la frontera del hambre. En estas clases, el impulso que las lleva a una determinada actividad económica no es más la simple necesidad de saciar el hambre, sino el deseo de cuidar un alto nivel de vida, y sobre todo el prestigio. Todo esto explica por qué la reglamentación de las pasiones, y sobre todo la autocoerción, es más intensa en estas clases que en las más inermes. El miedo de perder, o por lo menos ver disminuido el prestigio social, ha sido uno de los grandes motores de esa transformación de las coerciones externas en una rígida autocoerción. Aquí, como en muchas otras situaciones, las características de las clases altas nos muestran las de "la buena sociedad", la aristocracia cortesana de los siglos XVII y XVIII, porque el dinero es sin duda un instrumento imprescindible, y la riqueza seguramente algo deseable en la vida, pero no constituyen todavía el centro del prestigio social como en la sociedad burguesa. En la conciencia de sus miembros, pertenecer a la sociedad cortesana significa algo más que la riqueza. Precisamente por eso los nobles se encuentran tan atados a la Corte, y sin la menor posibilidad de eludirla; precisamente por eso es tan fuerte la coerción de la vida en la Corte, que moldea y modifica su comportamiento. No hay otro lugar donde vivir sin degradarse; y por eso dependen tanto del rey.
El rey, por su lado, depende también de la nobleza. Su vida social necesita de una grata compañía que tenga sus mismas costumbres, y su afán de distinción lo empuja a tener a su lado, en la mesa o al ir a la cama o durante una cacería, a la más alta nobleza del país. Si no quiere ver disminuido el espacio de sus monopolios, el rey necesita de la nobleza como un contrapeso de la burguesía, así como necesita de la burguesía para hacerle contrapeso a la nobleza. La propia ley del "mecanismo real" hace que el monarca absoluto dependa de la nobleza. La clave de la política real consiste en mantener el equilibrio y la tensión entre la burguesía y la nobleza, y evitar que algún "Estado" sea más fuerte o débil que el otro. El monarca absoluto depende también de la nobleza como una clase, aunque pueda prescindir de cualquier noble aislado. Todo esto se nos muestra nítidamente en la vida y las relaciones de la Corte. En suma, el rey no es sólo el represor de la nobleza como lo sienten algunos sectores de la nobleza cortesana, no sólo es el sostén de la nobleza como piensa la burguesía: el rey es las dos cosas. Y la corte es también un centro de sostenimiento y domesticación de la nobleza. "Un noble que vive en la provincia —dice La Bruyere en su capítulo sobre la Corte—, vive libremente pero sin protección alguna: si vive en la Corte está protegido, pero es un esclavo".
Nexos 8, agosto de 1978

¿"L'Espace privé", "Privatraum" o "espacio privado"?/ Norbert Elias

¿"L'Espace privé", "Privatraum" o "espacio privado"?
Norbert Elias
Así como la palabra francesa “esprit” no significa lo mismo que la palabra “Geist”, el vocablo francés “espace” no significa tampoco lo mismo que la palabra alemana “Raum”. L’espace privé suena completamente descomplicado, pero tal vez un poquito metafísico y seguramente filosófico. Se piensa en la inmensidad del cosmos de donde, en cierta medida cada hombre se saca su pedazo; se piensa en algo aparentemente invisible acerca de lo cual se puede especular como a uno le venga en gana. Pero si se traduce la expresión francesa al alemán, ella adquiere un tono distinto. La expresión “Privatraum” o también “der private Raum”- en la lengua alemana curiosamente se acompaña de un sabor no tan inocente y mucho menos metafísico que su opuesto francés. Suscita –por decirlo en términos sencillos- el recuerdo de aquel lugar al cual, como suele decirse, incluso un emperador tiene que ir a solas. Que esto no siempre haya sido el caso, el que Luis XIV por ejemplo, sentado en el inodoro podía recibir a ministros, seguramente forma parte del tema del cual aquí se trata. También las cartas de su cuñada, Liselotte del Palatinado y las cartas de Mozart del siglo XVIII en las que en ocasiones relata que fue al “Häusle” (casita) que en aquel tiempo todavía estaba ubicado fuera de la casa de vivienda, indican que el espacio privado no es algo inmutable sino el resultado de una privatización, en realidad de un proceso de civilización.
Antes de continuar quisiera decir una palabra para la definición más precisa de los diversos ámbitos de asociación de “espace” y “Raum”. El concepto alemán “Raum” en realidad no carece de la universalidad que permite hablar del “Weltraum” (espacio mundial = cosmos) y seguramente tampoco de la generalidad que permite hablar de espacio y tiempo en general. Pero con tales significados relaciona contenidos comparativamente más palpables de los cuales carece el concepto francés. El concepto alemán de Raum puede referirse a los cuartos de un apartamento: “nuestro apartamento tiene seis Räume”, “aquí todavía hay un Raum más pequeño para guardar cosas” – podría decirse “une petite chambre”; “un petit espace” estaría un tanto fuera de lugar. Bien, ésta es una de las diferencias. Debería tenerse conciencia de ella. El concepto francés en este caso seduce más fácilmente a especular que el alemán por la equiparación de espacio con cuarto o casa y el ámbito espacial puede ser bajado del cielo a la tierra en mayor medida que para el caso del concepto francés, y puede ser referido a las cuatro paredes de un cuarto.
Es posible que para personas de lengua alemana incluso por esta razón el problema del espacio privado se les presente en otros términos que a las de lengua francesa. Permítanme presentar unos ejemplos. Yo vivo en Alemania en un instituto. Mi pequeño apartamento tiene su propia entrada, su propio número y su propio timbre. Cualquier estudiante, cualquier conocido o amigo que desea hablar conmigo podría buscarme cuando lo quisiera. Solamente tendría que tocar el timbre o golpear la puerta, podrían hacerlo en la puerta delantera o también en la trasera que da hacia el bosque así prácticamente hacia el ámbito público. Pero esto no ocurre o sólo muy raras veces. Personas conocidas y desconocidas no me visitan sin llamarme y acordar una cita previamente. Respetan –podría decirse- mi espacio privado. Pero de hecho este espacio se vuelve privado sólo porque otras personas, entre ellas ante todo mis vecinos, lo consideran un espacio privado, y lo respetan como tal. En otras palabras, se vuelve realmente privado en relación con el desarrollo de un canon social específico del comportamiento y sentir. A través de este concepto ya estoy señalando las tesis principal de mi contribución al problema de lo que Philippe Aries aquí ha puesto en discusión. El tema central de discusión, que se enfoca bajo el nombre de “L’espace privé”, no es un lugar, un sitio, una localidad, en fin no es un “espace privé” como tal. Son los hombres cuyo estándar de comportamiento y sentir tal vez haya experimentado en la época contemporánea una privatización de determinadas actividades y esferas de la vida mayor que nunca antes, es decir, un aislamiento gradual y socialmente codificado con bastante precisión de las actividades y del sentir de cada hombre con respecto a muchos, a veces incluso a todos los demás hombres. Mientras no se haya efectuado la reformulación del problema de estudio de un supuesto espacio para referirlo a la investigación del cambiante canon social del comportamiento y del sentir, el tema central de nuestra discusión que aquí se ha planteado permanece un tanto misterioso -se sustrae al acceso del investigador. Si se logra dicha reorientación, se reconoce fácilmente que los hechos a los cuales se refiere el concepto de “L’espace privé” se pueden aprehender y entender mejor si a este “espacio”, tal como hoy se le puede observar, se le entiende como un nivel de un largo proceso diacrónico o -si prefieren- histórico, que yo mismo he estudiado más detenidamente. La creciente privatización de muchas actividades humanas es uno de sus aspectos; éstas resultan, como he mostrado, trasladas en creciente medida tras bambalinas de aquella esfera de la vida que únicamente ahora y de hecho sólo en relación con esta diferenciación, se separa como esfera pública de la privada. En otras palabras, la dicotomía de la convivencia, a la cual uno se refiere cuando opone el “lugar privado” y seguidamente la vida privada a otra cosa que probablemente se llamaría “L’espace public” o “La vie publique”, no se entiende mientras no se la considera como algo que se ha venido formando y que continúa en gestación, es decir, como un aspecto de un proceso de civilización más amplio. Si esto ocurre, entonces el cambio del comportamiento y de la sensibilidad humanos con su respectiva modificación de las instituciones humanas, en particular de la vivienda, se abre más a la explicación.
Quizá, unos ejemplos pueden ilustrar el hecho de que nuestro tema no es un espacio cualquiera como tal, sino que es un aspecto específico de la convivencia de los hombres, especialmente también las reglas de la convivencia y su “internalización” –como a veces se le llama de modo no del todo suficiente- en forma de la conciencia, de la sensibilidad o también del sentido del tacto y de pudor.
En los edificios del Instituto donde estoy residiendo, a veces viven juntas de 20 a 30 familias en un espacio relativamente reducido. En muchos casos, los contactos entre ellas son mínimos. Forma parte de las reglas no explícitas que uno moleste al otro lo menos posible. Por supuesto que hay excepciones. Hace poco oí, a una hora en que normalmente no suelo esperar visitas, a alguien timbrar y como no respondí golpeó bastante fuerte a la puerta. Era, como luego supe, un estudiante español que no conocía y quería que le dirigiera su tesis doctoral. Indagué cuidadosamente, y se reveló que a este respecto él estaba acostumbrado a otro canon de comportamiento, a otro canon de privatización.
La diferencia me hizo caer en cuenta en qué alta medida está relacionado lo que conceptualmente aprehendemos como “espacio privado” con el fluido canon del comportamiento social. Hay a este respecto diferencias nacionales específicas que se logran aprehender solamente si se las entiende como diferencias nacionales del canon social del comportamiento.
Los estándares de privatización naturalmente varían entre las capas sociales de una misma nación. El grado de las diferencias, por su parte, está muy relacionado con el curso del desarrollo de las diversas naciones. Pero quiero limitarme aquí a unos pocos aspectos del problema ampliamente ramificado. Mi permanencia en París y Londres me ha dejado vívidos recuerdos de que el canon de las visitas de las familias burguesas pudientes varía mucho entre las capitales de Francia e Inglaterra, y al parecer incluso en provincia. Quizás podríamos enfrentar el problema mejor si nos representáramos los distintos grados de privatización de una vivienda burguesa a través de una serie de círculos concéntricos. Mis propias experiencias seguramente son limitadas. Las menciono aquí solo para demostrar con su ayuda qué clase de reorientación es necesaria y posible para complementar el concepto algo estático del “espace privé” con el de la privatización. Recuerdo que en el tiempo que viví en París la privatización de los apartamentos burgueses llegaba mucho más lejos que la de capas comparables en Inglaterra. Por supuesto que en ambos casos había variaciones individuales. Pero por encima de todas estas variaciones había diferencias nacionales muy evidentes en el canon de visitas, que sin duda está muy relacionado con el de la privatización. Entre la burguesía francesa pudiente había, hasta donde puedo ver, un ciclo casi obligatorio de visitas dentro del círculo familiar que comprende de dos a tres generaciones. Me parece que era comparativamente poco habitual pernoctar. En algunos casos que conozco había visitas mutuas de damas amigas, pero con excepción de ellas, el acceso de extraños, es decir de personas no pertenecientes al círculo familiar amplio a la vivienda era raro, casi nunca incluía una comida y tales visitantes nunca pasaban la noche en la casa visitada. El ritual ingles frente a las visitas era radicalmente distinto. Me parecía que a ese respecto el canon del comportamiento y sentir de las grandes familias aristocráticas y de la gentry se había extendido mucho a las capas medias. En esas familias inglesas se estaba preparado para recibir en casa incluso a personas completamente extrañas. La expresión “spare bed” es muy familiar entre los ingleses. Los enseres de la visita, la toalla extra, el vaso extra para limpiarse los dientes, en el invierno una botella para calentar la cama, están rápidamente a la mano. Y cuando uno está invitado para el fin de semana, en la mañana del domingo no se está obligado a llevar ninguna conversación si no se tienen ganas de hacerlo. El anfitrión mismo con frecuencia está dedicado a su periódico dominical, y sólo saluda con la cabeza cuando uno entra, de pronto le acerca a uno un segundo periódico. También esto es –o era- parte del ritual de hospitalidad, que al igual que cualquier otro es individualmente variable. Pero si uno no lo conocía, fácilmente podía suscitar la impresión de que uno había caído mal. Pero esta hospitalidad inglesa tan legendaria también era altamente ritualizada. La privatización de los espacios, es decir, su impermeabilidad para extraños, era en las casa de capa media inglesas comparativamente inferior a la francesa, que era rigurosamente moldeada. El retraimiento medio ritualizado del anfitrión tras el período dominical es un ejemplo. Dentro del ritual del fin de semana de la familia abierta a la hospitalidad formaba, en cierta medida, una forma propia de privatización; era la creación de un espacio privado detrás del período dominical.
Con este ejemplo rápidamente esbozado quiero subrayar solamente un punto teórico ya mencionado, que es también de importancia para cualquier investigación empírica. La expresión “L’espace privé” puede sugerir fácilmente la imagen de algo absoluto, es decir, de un hecho estático que al igual que toda unidad espacial tiene profundidad, anchura y altura. Pero aunque el concepto del “espacio privado” puede referirse también a “espacios” de tres dimensiones, sería bueno tener claro que en este contexto se usa como metáfora. Esto tiene que ver incluso con el hecho de que la formación del plural del concepto francés “l’espace”, es decir algo como “les espace” resulta inusual y tal vez “no-francés”. Lo mismo se puede decir del concepto inglés “space”, al menos cuando los físicos no habían descubierto que el espacio de nuestro universo pertenece a un super espacio. Pero si “espacio privado” es una metáfora, entonces no se puede eludir la pregunta: ¿una metáfora de qué?.
Cuando se mira más detenidamente, se descubre que el concepto “L’ espace privé” es una expresión metafórica que se refiere a fin de cuentas a un proceso social no planeado de la creciente o, según el caso, también decreciente privatización que está relacionada con los cambios en el canon social del comportamiento y sentimiento. Para dicho proceso visto en éstos términos presenté diversos ejemplos en mi libro de la civilización, y mis amigos y discípulos han estudiado otros aspectos de dicho proceso. Un ejemplo de los cambios del estándar de privatización lo son también determinados cambios en la privatización del sueño. En épocas pasadas, en la Edad Media por ejemplo, era completamente inusual que una persona durmiera sola, sola en una cama y desde luego lo era que durmiera sola en un cuarto. Si se hace uso de la herramienta metódica auxiliar de la serie diacrónica para ilustrar los cambios diacrónicos del comportamiento y sentir de los hombres, se encuentra una secuencia del siguiente tipo. La extraigo de mi libro de la civilización.(1)
Erasmo escribe en 1530 en De civilitate morum puerilium, que la persona joven debe yacer quietamente cuando comparte el lecho con alguien, y que no debe molestarse al compañero tirando de las mantas.
Esto está descrito aún más detalladamente por Pierre Bro:
... si cerca de ti está acostada una persona
estira bien todos tus miembros
mantente recto y cuídate
de incomodarla en modo alguno
moviéndote o dando vueltas bruscas...
En 1729 en De La Salle ya se habla así:
“... No debemos... desnudarnos ni acostarnos ante persona alguna; ...”
Se podría continuar esta serie diacrónica hasta nuestros días para mostrar cómo avanza el estándar del dormir solo. Primero los hombres por lo regular comparten el lecho con varias personas, luego varias personas en diversas camas comparten en el mismo dormitorio. Finalmente se vuelve la regla que únicamente los padres comparten el mismo dormitorio y que cada niño no sólo tiene su propia cama sino también su propio cuarto para dormir. Y finalmente se puede notar una cierta tendencia a que incluso los cónyuges tengan camas separadas y a veces cuartos separados. Como puede verse, la privatización es un aspecto de la individualización.
Así me estoy acercando a un tema que me inquieta bastante. Si bien las formas de pensar y las perspectivas francesas del siglo XVII, y en parte todavía las del siglo XVIII, me parecen comprensibles, tengo al mismo tiempo grandes dificultades con algunos hábitos del pensamiento contemporáneo con los cuales me encuentro en el tema que plantea este simposio por ejemplo y en una que otra de las ponencias que tuve oportunidad de leer. A propósito de un tema de investigación como éste, a mi mismo me importa descubrir relaciones estructuradas que permiten plantear un problema claro, que sea susceptible de ser resuelto, es decir, de explicar algo que hasta ahora no lo está. En consecuencia, debo preguntar también aquí: ¿cuál es el problema a cuya solución intentamos aportar algo, y qué es lo que hasta el momento no se había explicado y que ahora se explica por la solución del problema?. En lo que hasta el momento he dicho, intenté expresar cuál es el problema que me parece no resuelto o resuelto insuficientemente: el proceso de la creciente privatización. Se le puede denominar también proceso de la individualización o en un sentido más amplio proceso de la civilización. El cambio que se ha realizado en la relación y en el hábito de los hombres representa un problema reconocible que se puede resolver y cuya solución es una evidente ganancia de conocimiento. Pero si tengo ante mí el concepto. “L’ espace privé” no sé bien cuál es el problema. ¿Qué es, de hecho, lo que se quiere explicar? ¿O acaso no se pretende explicar nada? ¿Quizá simplemente se está conforme con una descripción?
Desde luego que una descripción también puede resultar interesante. Pero ¿cuál es su valor cognoscitivo? ¿Es la colección de detalles? Pero lo peculiar de las colecciones de detalles es que ellas sencillamente son cosa de nunca acabar. Como la arena del mar son un sin número. En efecto, los historiadores con frecuencia se conforman con descripciones. Pero todos ellos se basan inexpresamente en un principio de selección supremamente específico, un modelo selectivo. ¿Qué modelo de selección debemos utilizar aquí para el estudio del espacio privado? Les he comunicado mi propia propuesta. Propongo que se intente llegar a un firme Modellgerüst del proceso de la creciente privatización a través de comparaciones sistemáticas del estándar actual de la privatización de viviendas, medios de hablar, modos personales de sentir y de comportarse, etc., bien sea vertical o diacrónicamente a lo largo de los siglos. Cuando se pretende elaborar un modelo de procesos uno se encuentra ante un problema muy preciso: ¿cómo y porqué en las sociedades europeas tuvo lugar una creciente privatización que es comprobable?.
Como ya se ha dicho, un problema de este tipo se puede resolver solamente si se investigan los silenciosos cambios del canon social de una sociedad. Esto se puede hacer completando las indispensables comparaciones diacrónicas por comparaciones sincrónicas. Se puede preguntar, por ejemplo, cómo se distingue el canon de las visitas y de la hospitalidad de las clases medias en diversos países. Pero por muy útiles que sean las comparaciones sincrónicas como medio para conseguir un perfil más claro de uno u otro ritual nacional de hospitalidad, una explicación de tales diferencias también en este caso es posible solamente si se ha elaborado un modelo de la génesis de los distintos rituales en su contexto, es decir, en el contexto de la génesis de las diversas sociedades nacionales.
Tengo la sensación de que a este respecto hay ciertas diferencias entre los procedimientos que yo propongo y lo que ha planteado Philippe Aries. Estas encuentran su expresión simbólica en una formulación que me es extraña e incluso un tanto incomprensible, es la formulación
“L’ individu dans la famille”
(El individuo en la familia)
Sé muy bien que se trata de una formulación corriente. Pero no la entiendo bien. ¿Entonces la familia misma no se compone de individuos? No estaría más de acuerdo con los hechos si se dice:
“L’ individu parmi les individus”
(El individuo entre individuos)
En efecto, el concepto de familia resulta un tanto engañoso si se le opone al de individuo, sugiriendo así una imagen como si la familia existiera fuera y lejos de los individuos. ¿No sería más adecuado si se hablara de la familia como de una agrupación específica de individuos o, en mi propio lenguaje, de una figuración de hombres?. Entonces también quedaría más claro que las coacciones de las cuales se suele decir que la familia ejerce sobre el individuo, en realidad son coacciones que ejercen los individuos unos sobre otros. Individuos que están atados de una extraña manera unos a otros a través de un canon de toda la sociedad y finalmente también a través de leyes estatales así como por necesidad personales. Tengo la sensación, pero como digo es sólo una sensación indefinida, de que a Philippe Aries le gustaría enfocar el problema de “l’espace privé” a partir del individuo aislado. Pero esto no es posible. Este problema puede enfocarse sólo desde los individuos interdependientes y relacionados mutuamente en forma de sociedades. Ésta es la razón por la cual propuse contemplar el problema de la privatización con la ayuda de estudios del cambiante canon de la convivencia de los individuos, o también a través de los cambios relacionados con éste en la barrera de los sentimientos de vergüenza y de asco en relación con las funciones físicas –de las propias tanto como de las de otros- y desde luego que también mediante estudios de los interiores de las viviendas que se corresponden con esta creciente privatización y con el aumento del sentimiento de vergüenza y pudor de los hombres.
Permítanme mencionar al final como ejemplo todavía la creciente privatización de las instalaciones para las necesidades naturales, que fue tratada más detenidamente por Peter R. Gleichmann en su ensayo “Die Verhäuslichung körperlicher Verrichtungen”(2) (“La domesticación de los quehaceres físicos”).
Déjenme comenzar con una cita de las cartas de la cuñada de Luis XIV, es decir, de la mujer de su hermano y madre del regente, que en Alemania se conocía simplemente como Liselotte del Palatinado. Ella escribió el 16 de mayo de 1705 desde Marly a su tía, la electora Sofía de Hannover, una de estas cartas divertidas y vivas que aún hoy en Alemania se leen con gusto. A continuación de una alusión a la conducta del príncipe de Wolfenbüttel en el lecho conyugal ella comenta sus lecturas
de novelas. Leer toda una novela de un tiro le parecía demasiado pesado. Ella lee un par de páginas
“wenn ich met verlöff auf dem
kackstuhl morgens und abends sitze...” (3)
(“cuando con permiso estoy sentada en la silla de retrete por la mañana y por la noche”)
Se ve: ya existe un muy pequeño sentido de pudor. La expresión “mit Verlaub” (con permiso) lo insinúa. Pero la privatización de tales quehaceres aquí en la correspondencia y obviamente también en la práctica, está mucho menos avanzada que por ejemplo en el siglo XIX o XX. En parte esto está relacionado con el desarrollo de las instalaciones técnicas. La “chaise percée” es traída por los sirvientes, y ellos también la llevan y la limpian. Es poco probable que la alta dama haya tenido reparos en hacer sus necesidades mismas en presencia de los sirvientes. A veces uno se pregunta cómo y dónde hacen los sirvientes lo suyo. Mozart relata en un tiempo un poco posterior cómo tenían que ir él y otros al “Häuserl” (casita), es decir, a una instalación quizá ubicada en el patio. Y Peter Gleichman estudia en el mencionado ensayo más detenidamente cómo se realizó en el siglo XIX el desarrollo de la construcción de casas y ciudades donde un espacio separado, un baño, se volvió implemento normal de cada apartamento.(4) Sólo así este espacio se volvió, al lado del lecho conyugal, el espacio más privado de toda vivienda privada.
Quizá se debería superar un cierto engaño que lleva implícito el concepto “espacio”: en muchas sociedades el espacio al interior de la vestimenta forma parte de los espacios más privados de los hombres. En todas las sociedades normalmente “vestidas” hay en general, aunque no siempre, un determinado enclave donde los hombres pueden mostrarse desnudos a otros, sin tener que sentir pena, sin caer en una estigmatización convertida en autocoacción. Pero en muchas sociedades la privatización no sólo de los quehaceres físicos sino del cuerpo mismo llega tan lejos que se siente pena frente a cualquier parte desnuda del cuerpo que no sean las manos o la cabeza, en el caso de las mujeres comúnmente en mucha mayor medida que en el de los varones. Noten ustedes la selectividad de nuestro concepto de desnudez a este respecto. No es muy común hablar de las “manos desnudas” o del “rostro desnudo”. La expresión “desnudo” se refiere a partes del cuerpo que normalmente están vestidas. También esto señala que en sociedades donde la vestimenta es de rigor, el espacio más privado se encuentra dentro de la ropa, y eso en diversas capas. Las prendas más internas, las más cercanas al cuerpo, están afectadas por la privatización del cuerpo. No es decente hacer visible la llamada ropa interior. Estas prendas de vestir también están altamente privatizadas.
Siempre de nuevo uno llega a la conclusión de que el problema tocado mediante el concepto del “espacio privado” se puede dominar solamente si se le entiende como un problema del canon social y luego también de los cambios del canon social en el sentido de una creciente o decreciente privatización, y esto sólo si se distinguen los diversos grados de privatización, es decir, pensándolos en cierta medida como círculos concéntricos. En sociedades como las nuestras, lo que se encuentra dentro de la ropa interior, y también la ropa interior misma, es decir, la que está debajo de la ropa de calle, es –según parece- lo más altamente privatizado. El dormitorio y el baño son privadísimos en buena parte gracias a que allí uno se desviste.
Pero también hay otros grados de privatización, hay otros círculos concéntricos que son más externos; es una privatización que se refiere ante todo a los grados de separación o de apertura del propio hogar en relación con otras personas, es decir, al problema del ritual de las visitas, de la hospitalidad y a problemas similares. Todo lo que he dicho señala que el problema de la civilización difícilmente se deja dominar si no se sigue el problema que se deriva de los distintos modelos y grados de privatización entre varones y mujeres y entre adultos y niños. Pero si me pusiera todavía a rastrear este problema, este paper se volvería demasiado largo.
Notas
(1) Norbert Elias, Über den Prozess der Zivilisation, vol. 1, Frankfurt (stw 158) 1976, págs. 220 ss. [Traducción castellana: El Proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, México, FCE, 1989].
(2) Peter Reinhart Gleichmann, “Die Verhäuslichung körperlicher Verrichtungen”, en: Peter Gleichmann, Johan Goudsblom y Hermann Korte (eds.), Materialien zu Norbert Elias’ Zivilisations theorie, Francfort (stw 233), 1979, págs. 254 ss.
(3) Carta del 26 de abril de 1704.
(4) Como en todos los casos de impulsos civilizadores, también en éste pueden presentarse movimientos contrarios en cualquier momento. Así se realizó la desprivatización de quehaceres antes ya privados ¾en la guerra de 1914-1918 por ejemplo¾ en forma relativamente rápida, porque en el campo de guerra, al menos para la tropa, frecuentemente sólo se disponía de letrinas colectivas, es decir, la señalada desprivatización ocurrió bajo la presión de unas circunstancias que la hicieron necesaria y con la aprobación de una opinión pública que la hizo posible.

Codificar y decodificar / Stuart Hall

Stuart HallCodificar y Decodificar
En: CULTURE, MEDIA Y LENGUAJE, London, Hutchinson, 1980. Pág. 129-139
Traducción: Silvia Delfino

Tradicionalmente, la investigación en comunicación de masas ha conceptualizado el proceso de comunicación en términos de circuito de circulación. Este modelo ha sido criticado por su linealidad -Emisor/Mensaje/Receptor- por su concentración en el nivel del intercambio de mensaje y por la ausencia de una concepción estructurada de los diferentes momentos como una estructura compleja de relaciones. Pero también es posible (y útil) pensar este proceso en términos de una estructura producida y sostenida a través de la articulación de momentos relacionados pero distintivos -Producción, Circulación, Distribución/Consumo, Reproducción-. Esto llevaría a pensar el proceso como una "estructura compleja dominante", sostenida a través de la articulación de prácticas conectadas, cada una de las cuales, retiene sin embargo, su carácter distintivo y tiene su modalidad específica propia, sus propias formas y condiciones de existencia. Esta segunda aproximación, homóloga a la que forma el esqueleto de la producción material ofrecida en los Manuscritos y El Capital de Marx, tiene además la ventaja de descubrir más agudamente cómo un circuito continuo -producción-distribución-producción- puede sostenerse a través del "pasaje de formas". También ilumina la especificidad de las formas en que el producto del proceso "aparece" en cada momento, y de ese modo, qué distingue "producción" discursiva de otros tipos de producción en nuestra sociedad y en los sistemas de comunicación modernos.
El "objeto" de estas prácticas es el significado y los mensajes en la forma de vehículos de signos de una clase específica organizados, como cualquier forma de comunicación o lenguaje, a través de las operaciones de códigos dentro de la cadena sintagmática de un discurso. Los aparatos, relaciones y prácticas de producción así concebidas, en un cierto momento (el momento de producción/circulación) en la forma de vehículos simbólicos construidos dentro de las reglas del "lenguaje". Este proceso requiere, de este modo, en el fin de la producción, sus instrumentos materiales -sus "medios"- así como sus propios equipos de relaciones sociales (de producción)- la organización y combinación de prácticas dentro de los aparatos de los medios masivos de comunicación, pero es en la forma discursiva que la circulación del producto tiene lugar, así como su distribución a las distintas audiencias. Una vez completado, el discurso debe entonces ser traducido-transformado nuevamente en prácticas sociales si el circuito va a ser a la vez completado. Si no hay "significado" puede no haber "consumo". Si no se articula el significado en la práctica, no tiene efecto. El valor de esta aproximación es que mientras cada uno de los momentos, en articulación, es necesario para el circuito como un todo, ningún momento puede garantizar completamente el momento siguiente con que está articulado. Desde que cada momento tiene su modalidad específica y sus condiciones de existencia cada una puede constituir su propio corte o interrupción del "pasaje de formas" de cuya continuidad depende el fluir de producción efectiva (esto es, reproducción).
Así, no queriendo limitar la investigación "a seguir sólo aquellas líneas guías que emergen de los análisis de contenido", debemos reconocer que la forma discursiva del mensaje tiente una posición privilegiada en el intercambio comunicativo (desde el punto de vista de la circulación), y que los momentos de "codificación" y "decodificación" son momentos determinados, a través de una "autonomía relativa" en relación con el proceso de comunicación como un todo. Un hecho histórico no puede, de este modo, ser transmitido "en bruto" en, por ejemplo, un noticiero televisivo. Los hechos pueden ser significados sólo dentro de las formas auditivo-visuales del discurso televisivo. En el momento en que un hecho histórico pasa bajo el signo del discurso, está sujeto a todas las "reglas" complejas formales a través de las cuales el lenguaje significa. Para decirlo en forma paradójica, el evento debe convertirse en una "historia/relato" antes de que pueda convertirse en un evento comunicativo . En ese momento las sub-reglas formales del discurso están "en función dominante", sin, por supuesto subordinar la existencia del evento histórico así significado, las relaciones sociales en las cuales las reglas trabajan o las consecuencias sociales o políticas del evento que ha sido significado de este modo. La "forma mensaje" es la "forma de aparición" necesaria del evento en este pasaje entre la fuente y el receptor. De este modo la transposición dentro y fuera de la "forma mensaje" (el modo de intercambio simbólico) no es un momento "azaroso" que podamos olvidar o ignorar de acuerdo con nuestra conveniencia. La "forma mensaje" es un momento determinado, aunque, a otro nivel, comprende los movimientos superficiales del sistema de comunicaciones y requiere, en otro nivel, ser integrado dentro de las relaciones sociales del proceso de comunicación como un todo, del cual el sólo forma parte.
Desde esta perspectiva general, podemos caracterizar el proceso de comunicación televisivo, grosso modo, como sigue. Las estructuras institucionales de broadcasting, con sus prácticas y redes de producción, sus relaciones organizadas o infraestructuras técnicas, se requieren para producir un programa. Usando la analogía de El Capital éste es el "proceso de trabajo" en el modo discursivo. La producción aquí, constituye el mensaje. En un sentido, entonces el circuito comienza aquí. Por supuesto, el proceso de producción no carece de su aspecto "discursivo": éste también está estructurado a través de significados e ideas conocimiento en uso acerca de las rutinas de producción, desempeños técnicos históricamente definidos, ideologías profesionales, conocimiento institucional, definiciones y creencias, creencias acerca de la audiencia, etc., la estructura o marco de constitución del programa a través de su estructura de producción. Más aún, aunque las estructuras de producción de televisión originan el discurso televisivo, ellas no constituyen un sistema cerrado. Ellas reúnen temas, tratamientos, agendas, eventos, personas, imágenes de audiencia, "definiciones de situación" de otras fuentes y otras formaciones discursivas dentro de estructuras políticas y socio-culturales más amplias, de las cuales son sólo una parte diferenciada. Philip Elliot expresó esto suscintamente, dentro de un marco de trabajo más tradicional, en su discusión sobre el modo en que la audiencia es a la vez "origen" y "receptor" del mensaje televisivo. Así, tomando prestados términos de Marx -circulación y recepción son, en efecto, "momentos" del proceso de producción en televisión y son incorporados mediante un número de retroalimentaciones estructuradas e indirectas, en el proceso mismo de producción.
El consumo y recepción del mensaje televisivo es también él mismo un "momento" del proceso de producción en un sentido más amplio, a pesar de ser el último en "predominante" porque es el "punto de partida de la efectivización" del mensaje. La producción y recepción del mensaje televisivo no son, por lo tanto, idénticas pero están relacionadas: son momentos diferenciados dentro de la totalidad formada por las relaciones sociales del proceso comunicativo como un todo.
En cierto punto, sin embargo, las estructuras de radiofonía deben ofrecer mensajes codificados en la forma de discurso significativo. Las relaciones institucionales y sociales de producción deben pasar por las reglas discursivas del lenguaje para que su producto se haga efectivo. Esto inicia un momento diferenciado posterior, en el cual las reglas formales del discurso y de lenguaje están en función dominante. Antes de que este mensaje pueda tener un "efecto", satisfacer una "necesidad" o ser puesto en "uso" debe primero ser apropiado en tanto discurso significativo y estar significativamente codificado. Es este conjunto de significados codificados el que "tiene un efecto", influye, entretiene, instruye o persuade, con consecuencias de comportamiento, porceptuales, cognitivas, emocionales, ideológicas muy complejas. En un momento "determinando" el "mensaje" a través de su decodificación seemite dentro de la estructura de las prácticas sociales. Estamos completamente advertidos de que esta re-entrada en las prácticas de recepción de audiencia y "uso" no puede ser entendida en términos simples de conductismo. Los procesos típicos identificados en la investigación positivista como elementos aislados -efectos, usos, "gratificación"-, están ellos mismos encuadrados en estructuras de entendimiento, a la vez que son producidos por relaciones sociales y económicas que modelan su "efectivización" en la recepción al final de la cadena y que permitan que los contenidos significados en el discurso sean transpuestos en práctica o conciencia (para adquirir valor de uso social o efectividad política).



Obviamente lo que hemos etiquetado en el diagrama como "estructuras significativas 1" y "estructuras significativas 2" pueden no ser las mismas. No constituyen una "inmediata identidad". Los códigos de codificación y decodificación pueden no ser perfectamente simétricos. Los grados de simetría -esto es, los grados de "comprensión" o "incomprensión" en el intercambio comunicativo-depende de los grados de simetría/asimetría (relaciones de equivalencia) establecidos entre las posiciones de " personificaciones", codificador-productoy y decodificador-receptor. Pero esto a su vez depende de los grados de identidad - no identidad entre los códigos que perfecta o imperfectamente transmiten, interrumpen o sistemáticamente distorcionan lo que tiene que ser transmitido. La ausencia de ajuste entre los códigos tiene mucho que ver con las diferencias estructurales de relación y posición entre los emisores radiales y las audiencias, pero también tiene algo que ver con la asimetría entre los códigos de la "fuente" y el "receptor" en el momento de transformación dentro y fuera de la forma discursiva. Lo que se llama "distorsiones" o "malentendidos" surge precisamente por la falta de equivalencia entre dos lados del intercambio comunicativo. Una vez más, esto define la "autonomía relativa" pero "determinación" de la entrada y salida del mensaje en sus momentos discursivos.
La aplicación de este paradigma rudimentario ha comenzado a transformar ya nuestra comprensión del viejo término, "contenido" televisivo. Estamos comenzando a ver cómo puede también transformar nuestra comprensión de la recepción de la audiencia, "lectura" y respuesta. Los comienzos y los finales ya han sido anunciados antes en la investigación de comunicaciones, por lo tanto debemos ser cuidadosos. Pero parece haber base para pensar que se está abriendo una faz nueva y excitante en la llamada investigación de audiencia, pero de un nuevo tipo. En cualquiera de los extremos de la cadena comunicativa el uso del paradigma semiótico promete disipar el behaviorismo que ha entorpecido la investigación en medios masivos por tanto tiempo, especialmente en esta aproximación al contenido. Aunque sepamos que el programa de televisión no es un input de conducta, ha sido casi imposible para los investigadores tradicionales conceptualizar el proceso comunicativo sin patinar en una u otra variante del behaviorismo de corto vuelo. Sabemos como Gerbner ha indicado que las representaciones de violencia en la pantalla de televisión "no son violencia sino mensajes acerca de violencia" pero hemos continuado investigando la cuestión de la violencia, por ejemplo, como si fuéramos incapaces de comprender la distinción epistemológica.
El signo televisivo es complejo. Está constituido por la combinación de dos tipos de discurso, visual y auditivo. Más aún, es un signo icónico, en la terminología de Pierce, porque "posee algunas de las propiedades de la cosa representada". Este es un punto que ha conducido a grandes confusiones y ha instalado una intensa controversia en el estudio del lenguaje visual. En la medida en que el discurso visual traspone un mundo tridimensional a planos bidimensionales, no puede, por supuesto ser el referente o concepto que significa. Un perro en una película puede ladrar pero no puede morder. La realidad existe fuera del lenguaje pero está constantemente mediada por y a través del lenguaje en relaciones y condiciones reales. Así no existe un discurso inteligible sin la operación de un código icónico y los signos son por lo tanto signos codificados también -aún si los códigos funcionan en forma muy diferente aquí en los de otros signos. No hay grado cero en el lenguaje. En el naturalismo y "realismo" la aparente fidelidad de la representación de la cosa o del concepto representado, es el resultado, el efecto de una específica articulación del lenguaje sobre lo "real". Es el resultado de una práctica discursiva.
Ciertos códigos pueden, por supuesto, estar tan ampliamente distribuidos en el lenguaje específico de una comunidad o cultura, y haber sido aprendidos a tan temprana edad, que puede parecer que no están construidos -el efecto de una articulación entre signo y referente- sino ser dados "naturalmente". Los signos visuales simples parecen haber adquirido una "casi-universalidad" en este sentido: aunque reste evidencia de que son aparentemente códigos visuales "naturales" son específicos de una cultura. Sin embargo, esto no significa que no existan códigos que han sido profundamente "naturalizados". La operación de códigos naturalizados revela no la transparencia y "naturalidad" del lenguaje sino la profundidad del hábito y la "casi-universalidad" de los códigos en uso. Ellos producen reconocimientos aparentemente "naturales". Esto tiene el efecto (ideológico) de ocultar las prácticas de codificación que están presentes. Pero no debemos ser engañados por las apariencias. En realidad lo que el código naturalizado demuestra es el grado de hábito producido cuando hay un vínculo y reciprocidad -una equivalencia- entre los extremos de codificación en un intercambio de significados. El funcionamiento de los códigos en el extremo de la decodificación frecuentemente asumirá el status de percepciones naturalizadas. Esto conduce a pensar que el signo visual de "vaca" en realidad es (más que representa) el animal, vaca. Pero ni pensamos en la representación visual de una vaca en un manual y más aún en el signo lingüístico "vaca" -podemos ver que ambos, en diferentes grados son arbitrarios con respecto al concepto de animal que ellos representan. La articulación de un signo arbitrario -ya sea visual o verbal- con el concepto de un referente es el producto, no de la naturaleza sino de la convención, y la convención de los discursos requiere la intervención, el soporte, de códigos. Así Eco sostiene que los signos icónicos "lucen como los objetos en el mundo real porque reproducen las condiciones (esto es, los códigos) de percepción en el sujeto que los ve". Estas "condiciones de percepción" son, sin embargo, el resultado de una alta codificación, (aún si son virtualmente inconscientes) de un conjunto de operaciones de decodificación. Esto es tan cierto con respecto a la imagen fotográfica o televisiva como lo es de cualquier otro signo. Los signos icónicos son, sin embargo particularmente vulnerables de ser leídos como naturales porque los códigos de percepción visual están ampliamente distribuidos y porqué este tipo de signo es menos arbitrario que el lingüístico: el signo lingüístico "vaca" no posee ninguna de las propiedades de la cosa representada, mientras que el signo visual parece poseer algunas de estas propiedades.
Esto puede ayudarnos a clarificar la confusión en la teoría lingüística y a definir con precisión algunos términos claves que se utilizan en este artículo
La teoría lingüística frecuentemente emplea la distinción entre "denotación" y "connotación". El término "denotación" se equipara con el sentido literal de un signo. "Connotación" en cambio suele ser empleado simplemente para referirse a significados menos fijados y por lo tanto más convencionalizados, asociativos, los cuales varían y dependen de la intervención de códigos.
Nosotros no usamos la distinción denotación/connotación en este sentido. Desde nuestro punto de vista se trata de una distinción analítica que no debe ser confundida con distinciones en el mundo real. Hay muy pocas instancias en que los signos organizados en un discurso signifiquen sólo su sentido "literal" (es decir, un consenso casi universal).
En el discurso real la mayoría de los signos combinan ambos aspectos, el denotativo y el connotativo. Se puede preguntar entonces si es útil mantener esta distinción. El valor analítico reside en que el signo parece adquirir su valor ideológico pleno -parece estar abierto a la articulación con discursos y significados ideológicos más amplios- en el nivel de los significados "asociativos" (esto es, en el nivel connotativo) -porque los significados no están fijados en una natural percepción (no están naturalizados) y su fluidez de significado y asociación puede ser más ampliamente explotada y transformada. Por lo tanto, es en el nivel connotativo del signo que las situaciones ideológicas alteran y transforman la significación. En este nivel podemos ver más claramente la intervención de las ideologías en y sobre el discurso: aquí el signo se abre a nuevos acentos, entonaciones y, en términos de Voloshinov, entra plenamente en una lucha acerca de las significaciones, la lucha de clases dentro del enunciado. Esto no significa que el significado denotativo o "literal" está fuertemente fijado porque se ha vuelto tan plenamente universal y "natural". Los términos "denotación" y "connotación" entonces son herramientas analíticas, no para distinguir en contextos particulares, entre la presencia/ausencia de ideología en el lenguaje sino para distinguir los diferentes niveles en los cuales ideologías y discursos se interceptan.
El nivel de la connotación en el signo visual, de su referencia contextual y posición en los diferentes campos discursivos de significación y asociación, es el punto donde los signos ya codificados se intersectan con los códigos semánticos profundos de una cultura y toman una dimensión ideológica adicional, más activa. Podemos tomar un ejemplo del discurso publicitario. Aquí tampoco existe lo puramente denotativo y ciertamente no hay representación "natural". Todo signo visual en publicidad connota una cualidad, situación, valor o inferencia, que está presente como un significado de implicancia o implicación que depende de su posición connotacional. En el ejemplo de Barthes, el sweater siempre significa "abrigo cálido" (denotación) y de allí la actividad/valor de "conservar el calor". Pero en sus niveles más connotativos también puede significar "la llegada del invierno" o "un día frío". Y en sub-códigos de la moda especializados sweater puede significar muy diversas cosas.
En este nivel claramente se contrae relaciones del signo con un universo de ideologías en la sociedad. Estos códigos son los medios por los cuales el poder y la ideología significan en los discursos particulares. Ellos remiten los signos a los "mapas de significados" en los cuales cualquier cultura está clasificada; y estos "mapas de realidad social" tienen un amplio espectro de significados sociales, prácticas, usos, poder e intereses "escritos" en ellos. Los niveles connotativos de significación como resalta Barthes, "tienen una estrecha comunicación con la cultura, el conocimiento, la historia, y es a través de ellos que el contexto, entorno del mundo invade el sistema lingüístico y semántico. Ellos son, fragmentos de ideología" (Barthes R: Elementos de semiología).
El sí llamado nivel denotativo del signo televisivo está fijado por ciertos códigos muy complejos pero limitados o "cerrados". Su nivel connotativo, aunque también está limitado, es más abierto, sujeto a transformaciones más activas, que explotan sus valores polisémicos. Cualquier signo ya constituido es potencialmente transformable en una configuración connotativa (o varias). La polisemia no debe ser confundida sin embargo con el pluralismo. Los códigos connotativos no son iguales entre ellos. Cualquier sociedad o cultura tiende, con diferentes grados de clausura, a imponer sus clasificaciones del mundo político, social y cultural. Estas constituyen el ORDEN CULTURAL DOMINANTE aunque nunca sea unívolco o no contestado. La cuestión de la "estructura de discursos dominantes" es un punto crucial. Las diferentes áreas de la vida social están diseñadas a través de dominios discursivos jerárquicamente organizados en significados dominantes o preferentes. Los eventos nuevos, problemáticos o conflictivos que quiebran nuestras expectativas o nuestras construcciones de sentido común, deben ser asignados a sus dominios discursivos antes de que puedan "tener sentido". El modo más común de ubicar en el "mapa" estos hechos es asignar lo nuevo a algún dominio de los existentes en el "mapa de la realidad social problemática". Decimos "dominantes" y no "determinantes" porque siempre es posible ordenar, clasificar y decodificar un evento dentro de más de uno de los dominios. Pero decimos "dominante" porque existe un patrón de "lecturas preferentes" y ambos llevan el orden institucional/político e ideológico impreso en ellos y se han vuelto ellos mismos institucionalizados. Los dominios de los significados "preferentes" están embebidos y contienen el sistema social como un conjunto de significados, prácticas y creencias: el conocimiento cotidiano de las estructuras sociales, de "cómo funcionan las cosas para todos los propósitos prácticos en esta cultura", el rango de poder e interés y la estructura de limitaciones y sanciones. Entonces para clarificar un "malentendido" en el nivel connotativo, debemos hacer referencia, a través de los códigos, a los órdenes de la vida social, del poder económico y político. Más aún, en tanto estos campos están estructurados en "dominantes" pero no cerrados, el proceso comunicativo, consiste no en una asignación aproblemática de cada item visual a su posición dada dentro de un conjunto de códigos pre-asignados, sino que consiste en reglas performativas -reglas de competencia y uso, de lógicas -en uso- que buscan activamente reforzar o proferir algún dominio semántico sobre otro del mismo modo que items o normas dentro y fuera de sus conjuntos apropiados de significaciones. La semiología formal ha descuidado a menudo esta práctica de trabajo interpretativo aunque constituya de hecho, las relaciones reales de transmisión de prácticas en televisión.
Al hablar de significaciones dominantes, entonces, no estamos hablando de un lado del proceso que gobierna cómo los hechos serán significados. Consiste en el "trabajo" necesario para reforzar, ganar plausibilidad y dirigir como legítima la decodificación de un evento dentro del límite de definiciones dominantes en las cuales ha sido connotativamente significado. Terni ha resaltado: "con la palabra lectura no queremos decir sólo la capacidad de identificar y descodificar un cierto número de signos, sino también la capacidad subjetiva de ponerlos en una relación creativa entre ellos y otros signos: una capacidad que es, por sí misma, la condición para una conciencia completa del entorno total de cada uno" ("Entendiendo la Televisión").
Nuestra discusión aquí es con la noción de "capacidad subjetiva", como si el referente de un discurso televisivo fuera un hecho objetivo pero el nivel interpretativo fuera un asunto individualizado y privado. El caso parece ser el opuesto. La práctica televisiva toma la responsabilidad "objetiva" (esto es, sistemática) precisamente por las relaciones que vinculan los signos con otros en cualquier instancia discursiva, y así, continuamente reacomoda, delimita y prescribe dentro de qué "conciencia del entorno total de uno" se incluyen estos items.
Esto nos lleva al problema de los "malentendidos". Los productores de televisión que encuentran que sus mensajes "fracasan en ser comunicados" están frecuentemente preocupados por ordenarnos, alisar los pliegues en la cadena de comunicación. La mayoría de las investigaciones que reclaman la objetividad de un "análisis de planificación" reproduce el objetivo administrativo tratando de descubrir en qué medida la audiencia reconoce un mensaje y de incrementar el grado de comprensión. Sin duda existen malentendidos de tipo literal. Si un televidente no conoce los términos empleados, no puede seguir la lógica compleja del argumento o la exposición, por no estar familiarizado con el lenguaje. Pero es más frecuente que los productores se preocupen porque la audiencia no ha entendido el significado como ellos intentan transmitirlo. Lo que quieren decir es que los televidentes no están operando dentro del código "dominante". Su ideal es el de una "comunicación perfectamente transparente". En cambio, con lo que tienen que confrontarse es con una "comunicación simultáneamente distorsionada".
En los últimos años las discrepancias de este tipo han sido explicadas habitualmente refiriéndose a la "selección perceptiva". Esta es la puerta a través de la cual el pluralismo residual evade las compulsiones de un proceso altamente estructurado, asimétrico y no equivalente. Por supuesto, habrá siempre lecturas privadas, individuales y variables. Pero "percepción selectiva" no es prácticamente nunca tan selectiva, casual o privada como el término parece sugerir.
Los patrones, normas, exhiben a través de las variantes personales, confluencias. Y una nueva aproximación a los estudios de audiencia deberían comenzar con una crítica de la teoría de la "percepción selectiva".
Se argumentó antes que no existe correspondencia necesaria entre codificación y decodificación, la primera puede intentar dirigir pero no puede garantizar o prescribir la última que tiene sus propias condiciones de existencia. A no ser que sea dislocada, la codificación tendrá el efecto de construir alguno de los límites y parámetros dentro de los cuales operará la decodificación. Si no hubiera límites la audiencia podría simplemente leer lo que se le ocurriera en un mensaje. Sin duda existen algunos "malentendidos totales" de este tipo. Pero el espectro vasto debe contener algún grado de reciprocidad entre los momentos de codificación y decodificación, pues de lo contrario no podríamos establecer en absoluto un intercambio comunicativo efectivo. De cualquier forma esta "correspondencia" no está dada sino construida. No es "natural" sino producto de una articulación entre dos momentos distintivos. Y el primero no puede garantizar ni determinar, en un sentido simple, qué códigos de decodificación serán empleados. De lo contrario el circuito de la comunicación sería uno perfectamente equivalente, y cada mensaje sería una instancia de una "comunicación perfectamente transparente".

La industria cultural. Iluminismo como mistificación de masas

La industria cultural. Iluminismo como mistificación de masas
Publicado en HORKHEIMER, May y ADORNO, Theodor, Dialéctica del iluminismo, Sudamericana, Buenos Aires, 1988.

La tesis sociológica de que la pérdida de sostén en la religión objetiva, la disolución de los últimos residuos precapitalistas, la diferenciación técnica y social y el extremado especialismo han dado lugar a un caos cultural, se ve cotidianamente desmentida por los hechos. La civilización actual concede a todo un aire de semejanza.
Film, radio y semanarios constituyen un sistema. Cada sector esta armonizado en sí y todos entre ellos. Las manifestaciones estéticas, incluso de los opositores políticos, celebran del mismo modo el elogio del ritmo de acero. Los organismos decorativos de las administraciones y las muestras industriales son poco diversas en los países autoritarios y en los demás. Los tersos y colosales palacios que se alzan por todas partes representan la pura racionalidad privada de sentido de los grandes monopolios internacionales a los que tendía ya la libre iniciativa desencadenada, que tiene en cambio sus monumentos en los tétricos edificios de habitación o comerciales de las ciudades desoladas. Ya las casas más viejas cerca de los centros de cemento armado tienen aire de slums y Ios nuevos bungalows marginales a la ciudad cantan ya -como las frágiles construcciones de las ferias internacionales- las loas al progreso técnico, invitando a que se los liquide, tras un rápido uso, como cajas de conserva. Pero los proyectos urbanísticos que deberían perpetuar, en pequeñas habitaciones higiénicas, al individuo como ser independiente, lo someten aun más radicalmente a su antítesis, al poder total del capital. Como los habitantes afluyen a los centros a fin de trabajar y divertirse, en carácter de productores y consumidores, las células edilicias se cristalizan sin solución de continuidad en complejos bien organizados. La unidad visible de macrocosmo y microcosmo ilustra a los hombres sobre el esquema de su civilización: la falsa identidad de universal y particular. Cada civilización de masas en un sistema de economía concentrada es idéntica y su esqueleto -la armadura conceptual fabricada por el sistema- comienza a delinearse. Los dirigentes no están ya tan interesados en esconderla; su autoridad se refuerza en la medida en que es reconocida con mayor brutalidad. Film y radio no tienen ya más necesidad de hacerse pasar por arte. La verdad de que no son mas que negocios les sirve de ideología, que debería legitimar los rechazos que practican deliberadamente. Se autodefinen como industrias y las cifras publicadas de las rentas de sus directores generales quitan toda duda respecto a la necesidad social de sus productos.
Quienes tienen intereses en ella gustan explicar la industria cultural en términos tecnológicos. La participación en tal industria de millones de personas impondría métodos de reproducción que a su vez conducen inevitablemente a que, en innumerables lugares, necesidades iguales sean satisfechas por productos standard. El contraste técnico entre pocos centros de producción y una recepción difusa exigiría, por la fuerza de las cosas, una organización y una planificación por parte de los detentores. Los clichés habrían surgido en un comienzo de la necesidad de los consumidores: sólo por ello habrían sido aceptados sin oposición. Y en realidad es en este círculo de manipulación y de necesidad donde la unidad del sistema se afianza cada vez más. Pero no se dice que el ambiente en el que la técnica conquista tanto poder sobre la sociedad es el poder de los económicamente más fuertes sobre la sociedad misma. La racionalidad técnica es hoy la racionalidad del dominio mismo. Es el carácter forzado de la sociedad alienada de sí misma. Automóviles y films mantienen unido el con junto hasta que sus elementos niveladores repercuten sobre la injusticia misma a la que servían. Por el momento la técnica de la industria cultural ha llegado sólo a la igualación y a la producción en serie, sacrificando aquello por 1o cual la lógica de la obra se distinguía de la del sistema social. Pero ello no es causa de una ley de desarrollo de la técnica en cuanto tal, sino de su función en la economía actual. La necesidad que podría acaso escapar al control central es reprimida ya por el control de la conciencia individual. El paso del teléfono a la radio ha separado claramente a las partes. El teléfono, liberal, dejaba aun al oyente la parte de sujeto. La radio, democrática, vuelve a todos por igual escuchas, para remitirlos autoritariamente a los programas por completo iguales de las diversas estaciones. No se ha desarrollado ningún sistema de respuesta y las transmisiones privadas son mantenidas en la clandestinidad. Estas se limitan al mundo excéntrico de los "aficionados", que por añadidura están aun organizados desde arriba. Pero todo resto de espontaneidad del público en el ámbito de la radio oficial es rodeado y absorbido, en una selección de tipo especialista, por cazadores de talento, competencias ante el micrófono y manifestaciones domesticadas de todo género. Los talentos pertenecen a la industria incluso antes de que ésta los presente: de otro modo no se adaptarían con tanta rapidez. La constitución del público, que teóricamente y de hecho favorece al sistema de la industria cultural, forma parte del sistema y no lo disculpa. Cuando una branche artística procede según la misma receta de otra, muy diversa en lo que respecta al contenido y a los medios expresivos; cuando el nudo dramático de 1a soap-opera en la radio se convierte en una ilustración pedagógica del mundo en el cual hay que resolver dificultades técnicas, dominadas como jam al igual que en los puntos culminantes de la vida del jazz, o cuando la "adaptación" experimental de una frase de Beethoven se hace según el mismo esquema con el que se lleva una novela de Tolstoy a un film, la apelación a los deseos espontáneos del público se convierte en un texto inconsistente. Más cercana a la realidad es la explicación que se basa en el peso propio, en la fuerza de inercia del aparato técnico y personal, que por lo demás debe ser considerado en cada uno de sus detalles como parte del mecanismo económico de selección. A ello debe agregarse el acuerdo o por lo menos la común determinación de los dirigentes ejecutivos de no producir o admitir nada que no se asemeje a sus propias mesas, a su concepto de consumidores y sobre todo a ellos mismos.
Si la tendencia social objetiva de la época se encarna en las intenciones subjetivas de los dirigentes supremos, éstos pertenecen por su origen a los sectores más poderosos de la industria. Los monopolios culturales son, en relación con ellos, débiles y dependientes. Deben apresurarse a satisfacer a los verdaderamente poderosos, para que su esfera en la sociedad de masas -cuyo particular carácter de mercancía tiene ya demasiada relación con el liberalismo acogedor y con los intelectuales judíos- no corra peligro. La dependencia de la más poderosa sociedad de radiofonía respecto a la industria eléctrica o la del cine respecto a la de las construcciones navales, delimita la entera esfera, cuyos sectores aislados están económicamente cointeresados y son interdependientes. Todo está tan estrechamente próximo que la concentración del espíritu alcanza un volumen que le permite traspasar los confines de las diversas empresas y de los diversos sectores técnicos. La unidad desprejuiciada de la industria cultural confirma la unidad -en formación- de la política. Las distinciones enfáticas, como aquellas entre films de tipo a y b o entre las historias de semanarios de distinto precio, no están fundadas en la realidad, sino que sirven más bien para clasificar y organizar a los consumidores, para adueñarse de ellos sin desperdicio. Para todos hay algo previsto, a fin de que nadie pueda escapar; las diferencias son acuñadas y difundidas artificialmente. El hecho de ofrecer al público una jerarquía de cualidades en serie sirve sólo para la cuantificación más completa. Cada uno debe comportarse, por así decirlo, espontáneamente, de acuerdo con su level determinado en forma anticipada por índices estadísticos, y dirigirse a la categoría de productos de masa que ha sido preparada para su tipo. Reducidos a material estadístico, los consumidores son distribuidos en el mapa geográfico de las oficinas administrativas (que no se distinguen prácticamente más de las de propaganda) en grupos según los ingresos, en campos rosados, verdes y azules.
El esquematismo del procedimiento se manifiesta en que al fin los productos mecánicamente diferenciados se revelan como iguales. El que las diferencias entre la serie Chrysler y la serie General Motors son sustancialmente ilusorias es cosa que saben incluso los niños que se enloquecen por ellas. Los precios y las desventajas discutidos por los conocedores sirven sólo para mantener una apariencia de competencia y de posibilidad de elección. Las cosas no son distintas en lo que concierne a las producciones de la Warner Brothers y de la Metro Goldwin Mayer. Pero incluso entre los tipos más caros y menos caros de la colección de modelos de una misma firma, las diferencias se reproducen más: en los automóviles no pasan de variantes en el número de cilindros, en el volumen, en la novedad de los gadgets; en los films se limitan a diferencias en el número de divos, en el despliegue de medios técnicos, mano de obra, trajes y decorados, en el empleo de nuevas fórmulas psicológicas. La medida unitaria del valor consiste en la dosis de conspicuous production, de inversión exhibida. Las diferencias de valor preestablecidas por la industrial cultural no tiene nada que ver con diferencias objetivas, con el significado de los productos. También los medios técnicos tienden a una creciente uniformidad recíproca. La televisión tiende a una síntesis de radio y cine, que está siendo retardada hasta que las partes interesadas se hayan puesto completamente de acuerdo, pero cuyas posibilidades ilimitadas pueden ser promovidas hasta tal punto por el empobrecimiento de los materiales estéticos que la identidad apenas velada de todos los productos de la industria cultural podrá mañana triunfar abiertamente, como sarcástica realización del sueño wagneriano de la "obra de arte total". El acuerdo de palabra, música e imagen se logra con mucha mayor perfección que en Tristán, en la medida en que los elementos sensibles, que se limitan a registrar la superficie de la realidad social, son ya producidos según el mismo proceso técnico de trabajo y expresan su unidad como su verdadero contenido. Este proceso de trabajo integra a todos los elementos de la producción, desde la trama de la novela preparada ya en vistas al film, hasta el último efecto sonoro. Es el triunfo del capital invertido. Imprimir con letras de fuego su omnipotencia -la de sus manos- en el corazón de todos los desposeídos en busca de empleo es el significado de todos los films, independientemente de la acción dramática que la dirección de producciones escoge de vez en cuando.

Durante el tiempo libre el trabajador debe orientarse sobre la unidad de la producción. La tarea que el esquematismo kantiano había asignado aún a los sujetos -la de referir por anticipado la multiplicidad sensible a los conceptos fundamentales- le es quitada al sujeto por la industria. La industria realiza el esquematismo como el primer servicio para el cliente. Según Kant, actuaba en el alma un mecanismo secreto que preparaba los datos inmediatos para que se adaptasen al sistema de la pura razón. Hoy, el enigma ha sido develado. Incluso si la planificación del mecanismo por parte de aquellos que preparan los datos, la industria cultural, es impuesta a ésta por el peso de una sociedad irracional -no obstante toda racionalización-, esta tendencia fatal se transforma, al pasar a través de las agencias de la industria, en la intencionalidad astuta que caracteriza a esta última. Para el consumidor no hay nada por clasificar que no haya sido ya anticipado en el esquematismo de la producción. El prosaico arte para el pueblo realiza ese idealismo fantástico que iba demasiado lejos para el crítico. Todo viene de la conciencia: de la de Dios en Malebranche y en Berkeley; en el arte de masas, de la dirección terrena de la producción. No sólo los tipos de bailables, divos, soap-operas retornan cíclicamente como entidades invariables, sino que el contenido particular del espectáculo, lo que aparentemente cambia, es a su vez deducido de aquellos. Los detalles se tornan fungibles. La breve sucesión de intervalos que ha resultado eficaz en un tema, el fracaso temporario del héroe, que éste acepta deportivamente, los saludables golpes que la hermosa recibe de las robustas manos del galán, los modales rudos de éste con la heredera pervertida, son, como todos los detalles, clichés, para emplear a gusto aquí y allá, enteramente definidos cada vez por el papel que desempeñan en el esquema. Confirmar el esquema, mientras lo componen, constituye toda la realidad de los detalles. En un film se puede siempre saber en seguida cómo terminará, quién será recompensado, castigado u olvidado; para no hablar de la música ligera, en la que el oído preparado puede adivinar la continuación desde los primeros compases y sentirse feliz cuando llega. El número medio de palabras de la short story es intocable. Incluso los gags, los efectos, son calculados y planificados. Son administrados por expertos especiales y su escasa variedad hace que se los pueda distribuir administrativamente. La industria cultural se ha desarrollado con el primado del efecto, del exploit tangible, del detalle sobre la obra, que una vez era conductora de la idea y que ha sido liquidada junto con ésta. El detalle, al emanciparse, se había tornado rebelde y se había erigido -desde el romanticismo hasta el expresionismo- en expresión desencadenada, en exponente de la revolución contra la organización. El efecto armónico aislado había cancelado en la música la conciencia de la totalidad formal; en pintura el color particular se había sobrepuesto a la composición del cuadro; la penetración psicológica dominaba sobre la arquitectura de la novela. A ello pone fin con su totalidad la industria cultural. Al no reconocer más que a los detalles acaba con la insubordinación de éstos y los somete a la fórmula que ha tomado el lugar de la obra. La industria cultural trata de la misma forma al todo y a las partes. El todo se opone, en forma despiadada o incoherente, a los detalles, un poco como la carrera de un hombre de éxito, a quien todo debe servirle de ilustración y prueba, mientras que la misma carrera no es más que la suma de esos acontecimientos idiotas. La llamada idea general es un mapa catastral y crea un orden, pero ninguna conexión. Privados de oposición y de conexión, el todo y los detalles poseen los mismos rasgos. Su armonía garantizada desde el comienzo es la caricatura de aquella otra -conquistada- de la obra maestra burguesa. En Alemania, en los films más despreocupados del período democrático, reinaba ya la paz sepulcral de la dictadura.
El mundo entero es pasado por el cedazo de la industria cultural. La vieja esperanza del espectador cinematográfico, para quien la calle parece la continuación del espectáculo que acaba de dejar, debido a que éste quiere precisamente reproducir con exactitud el mundo perceptivo de todos los días, se ha convertido en el criterio de la producción. Cuanto más completa e integral sea la duplicación de los objetos empíricos por parte de las técnicas cinematográficas, tanto más fácil resulta hacer creer que el mundo exterior es la simple prolongación del que se presenta en el film. A partir de la brusca introducción del elemento sonoro el proceso de reproducción mecánica ha pasado enteramente al servicio de este propósito. El ideal consiste en que la vida no pueda distinguirse más de los films. El film, superando en gran medida al teatro ilusionista, no deja a la fantasía ni al pensar de los espectadores dimensión alguna en la que puedan moverse por su propia cuenta sin perder el hilo, con lo que adiestra a sus propias víctimas para identificarlo inmediatamente con la realidad. La atrofia de la imaginación y de la espontaneidad del consumidor cultural contemporáneo no tiene necesidad de ser manejada según mecanismos psicológicos. Los productos mismos, a partir del más típico, el film sonoro, paralizan tales facultades mediante su misma constitución objetiva. Tales productos están hechos de forma tal que su percepción adecuada exige rapidez de intuición, dotes de observación, competencia específica, pero prohibe también la actividad mental del espectador, si éste no quiere perder los hechos que le pasan rápidamente delante. Es una tensión tan automática que casi no tiene necesidad de ser actualizada para excluir la imaginación. Quien está de tal forma absorto en el universo del film, en los gestos, imágenes y palabras, que carece de la capacidad de agregar a éstos aquello por lo que podrían ser tales, no por ello se encontrará en el momento de la exhibición sumido por completo en los efectos particulares del espectáculo que contempla. A través de todos los otros films y productos culturales que necesariamente debe conocer, han llegado a serle tan familiares las pruebas de atención requeridas que se le producen automáticamente. La violencia de la sociedad industrial obra sobre los hombres de una vez por todas. Los productos de la industria cultural pueden ser consumidos rápidamente incluso en estado de distracción. Pero cada uno de ellos es un modelo del gigantesco mecanismo económico que mantiene a todos bajo presión desde el comienzo, en el trabajo y en el descanso que se le asemeja. De cada film sonoro, de cada transmisión radial se puede deducir aquello que no se podría traducir como efecto a ninguno de ellos aisladamente, pero sí al conjunto de todos en la sociedad. Inevitablemente, cada manifestación aislada de la industria cultural reproduce a los hombres tal como aquello en que ya los ha convertido la entera industria cultural. Y todos los agentes de la industria cultural, desde el productor hasta las asociaciones femeninas, velan para que el proceso de la reproducción simple del espíritu no conduzca en modo alguno a una reproducción enriquecida.
L as quejas de los historiadores del arte y de los abogados de la cultura respecto a la extinción de la energía estilística en Occidente son pavorosamente infundadas. La traducción estereotipada de todo, incluso de aquello que aún no ha sido pensado, dentro del esquema de la reproductibilidad mecánica, supera en rigor y validez a todo verdadero estilo, concepto este con el que los amigos de la cultura idealizan -como "orgánico"- al pasado precapitalista. Ningún Palestrina hubiera podido expeler la disonancia no preparada y no resuelta con el purismo con el que un arrangeur de música de jazz elimina hoy toda cadencia que no se adecue perfectamente a su jerga. Cuando adapta a Mozart no se limita a modificarlo allí donde es demasiado serio o demasiado difícil, sino también done armonizaba la melodía en forma diversa -y acaso con más sencillez- de lo que se usa hoy. Ningún constructor de iglesias medieval hubiera inspeccionado los temas de los vitrales y de las esculturas con la desconfianza con que la dirección del estudio cinematográfico examina un tema de Balzac o de Victor Hugo antes de que éste obtenga el imprimatur que le permitirá continuar adelante. Ningún capítulo habría asignado a las caras diabólicas y las penas de los condenados su justo puesto en el orden del sumo amor con el escrúpulo con el que la dirección de producción se lo asigna a la tortura del héroe o a la sucinta pollera de la leading lady en la letanía del film de éxito. El catálogo explícito e implícito, exotérico y esotérico de lo prohibido y de lo tolerado, no se limita a circunscribir un sector libre, sino que lo domina y lo controla desde la superficie hasta el fondo. Incluso los detalles mínimos son modelados según sus normas. La industria cultural, a través de sus prohibiciones, fija positivamente -a1 igual que su antítesis, el arte de vanguardia- un lenguaje suyo, con una sintaxis y un léxico propios. La necesidad permanente de nuevos efectos, que quedan sin embargo ligados al viejo esquema, no hace más que aumentar, como regla supletoria, la autoridad de lo ordenado, a la que cada efecto particular querría sustraerse. Todo lo que aparece es sometido a un sello tan profundo que al final no aparece ya nada que no lleve por anticipado el signo de la jerga y que no demuestre ser, a primera vista, aprobado y reconocido. Pero los matadores -productores o reproductores-son aquellos que hablan la jerga con tanta facilidad, libertad y alegría, como si fuese la lengua que ha vencido desde hace tiempo al silencio. Es el ideal de la naturaleza en la industria, que se afirma tanto más imperiosamente cuanto la técnica perfeccionada reduce más la tensión entre imagen y vida cotidiana. La paradoja de la routine disfrazada de naturaleza se advierte en todas las manifestaciones de la industria cultural, y en muchas se deja tocar con la mano. Un ejecutante de jazz que debe tocar un trozo de música seria, el más simple minuet de Beethoven, lo sincopa involuntariamente y sólo accede a tocar las notas preliminares con una sonrisa de superioridad. Esta "naturaleza", complicada por las instancias siempre presentes y desarrolladas hasta el exceso del medio especifico, constituye el nuevo estilo, es decir, "un sistema de no-cultura, al que se le podría reconocer una cierta «unidad estilística», si se concede que tiene sentido hablar de una barbarie estilizada".
La fuerza universalmente vinculante de esta estilización supera ya a la de las prohibiciones y prescripciones oficiosas; hoy se perdona con más facilidad a un motivo que no se atenga a los treinta y dos compases que contenga aunque sea el más secreto detalle melódico o armónico extraño al idioma. Todas las violaciones de los hábitos del oficio cometidas por Orson Welles le son perdonadas, porque -incluyendo las incorrecciones- no hacen mas que reforzar y confirmar la validez del sistema. La obligación del idioma técnicamente condicionado que actores y directores deben producir como naturaleza, a fin de que la nación pueda hacerlo suyo, se refiere a matices tan sutiles que alcanzan casi el refinamiento de los medios de una obra de vanguardia, medios con los cuales esta última, a diferencia de aquélla, sirve a la verdad. La rara capacidad para obedecer minuciosamente a las exigencias del idioma de la naturaleza en todos los sectores de la industria cultural se convierte en el criterio de la habilidad y de la competencia. Todo lo que se dice y la forma en que es dicho debe poder ser controlado en relación con el lenguaje cotidiano, como ocurre en el positivismo lógico. Los productores son expertos. El idioma exige una fuerza productiva excepcional, que absorbe y consume enteramente y que ha superado la distinción -predilecta de la teoría conservadora de la cultura- entre estilo genuino y artificial. Como artificial podría ser definido un estilo impreso desde el exterior sobre los impulsos reluctantes de la figura. Pero en la industria cultural, la materia, hasta en sus últimos elementos, es originada por el mismo aparato que produce la jerga en que se resuelve. Las diferencias que se producen entre el "especialista artístico" y el sponsor y el censor a propósito de una mentira demasiado increíble no son en realidad testimonio de una tensión estética interna sino más bien de una divergencia de intereses. La renommée del especialista -en la que a veces se refugia un último resto de autonomía objetiva- entra en conflicto con la política comercial de aquellos que producen la mercancía cultural. Pero la cosa, en su esencia, está reificada como viable aun antes de que se llegue al conflicto. Aun antes de que Zanuck la comprase, la santa Bernadette brillaba en el campo visivo de su autor como una réclame para todos los consorcios interesados. Tal es lo queda de los impulsos autónomos de la obra. Y he ahí por qué el estilo de la industria cultural, que no necesita afirmarse en la resistencia de la materia, es al mismo tiempo la negación del estilo. La conciliación de lo universal y lo particular, regla e instancia específica del objeto -cuya realización es conditio sine qua non de la sustancia y el peso del estilo-, carece de valor porque no determina ya ninguna tensión entre los dos polos: los extremos que se tocan quedan traspasados en una turbia identidad, lo universal puede sustituir a lo particular y viceversa.
Sin embargo, esta caricatura del estilo dice algo sobre el estilo auténtico del pasado. El concepto de estilo auténtico queda desenmascarado en la industria cultural como equivalente estético del dominio. La idea del estilo como coherencia puramente estética es una proyección retrospectiva de los románticos. En la unidad del estilo -no sólo del Medioevo cristiano sino también del Renacimiento- se expresa la estructura diversa de la violencia social, y no la oscura experiencia de los dominados, en la que se encerraba lo universal. Los grandes artistas no fueron nunca quienes encarnaron el estilo en la forma más pura y perfecta, sino quienes acogieron en la propia obra al estilo como rigor respecto a la expresión caótica del sufrimiento, como verdad negativa. En el estilo de las obras la expresión conquistaba la fuerza sin la cual la existencia pasa desoída. Incluso las obras tenidas por clásicas, como la música de Mozart, contienen tendencias objetivas en contraste con su estilo. Hasta Schönberg y Picasso, los grandes artistas han conservado su desconfianza hacia el estilo y -en todo lo que es decisivo- se han atenido menos al estilo que a la lógica del objeto. Lo que expresionistas y dadaístas afirmaban polémicamente, la falsedad del estilo como tal, triunfa hoy en la jerga canora del crooner, en la gracia relamida de la star y, en fin, en la magistral imagen fotográfica de la choza miserable del trabajador manual. En toda obra de arte el estilo es una promesa. En la medida en que lo que se expresa entra a través del estilo en las formas dominantes de la universalidad, en el lenguaje musical, pictórico, verbal, debería reconciliarse con la idea de la verdadera universalidad. Esta promesa de la obra de arte -de fundar la verdad a través de la inserción de la figura en las formas socialmente trasmitidas- es a la vez necesaria e hipócrita, Tal promesa pone como absoluto las formas reales de lo existente, pretendiendo anticipar su realización en sus derivados estéticos. En este sentido la pretensión del arte es siempre también ideología. Por otra parte, el arte puede hallar una expresión para el sufrimiento sólo al enfrentarse con la tradición que se deposita en el estilo. En la obra de arte, en efecto, el momento mediante el cual trasciende la realidad resulta inseparable del estilo: pero no consiste en la armonía realizada, en la problemática unidad de forma y contenido, interior y exterior, individuo y sociedad, sino en los rasgos en los que aflora la discrepancia, en el necesario fracaso de la tensión apasionada hacia la identidad. En lugar de exponerse a este fracaso, en el que el estilo de la gran obra de arte se ha visto siempre negado, la obra mediocre ha preferido siempre semejarse a las otras, se ha contentado con el sustituto de la identidad. La industria cultural, en suma, absolutiza la imitación. Reducida a puro estilo, traiciona el secreto de éste, o sea, declara su obediencia a la jerarquía social. La barbarie estética ejecuta hoy la amenaza que pesa sobre las creaciones espirituales desde el día en que empezaron a ser recogidas y neutralizadas como cultura. Hablar de cultura ha sido siempre algo contra la cultura. El denominador común "cultura" contiene ya virtualmente la toma de posesión, el encasillamiento, la clasificación, que entrega la cultura al reino de la administración. Sólo la subsunción industrializada, radical y consecuente, está en pleno acuerdo con este concepto de cultura. Al subordinar de la misma forma todos los aspectos de producción espiritual al fin único de cerrar los sentidos de los hombres -desde la salida de la fábrica por la noche hasta el regreso frente al reloj de control la mañana siguiente- mediante los sellos del proceso de trabajo que ellos mismos deben alimentar durante la jornada, la industria cultural pone en práctica sarcásticamente el concepto de cultura orgánica que los filósofos de la personalidad oponían a la masificación.

De tal suerte la industria cultural, el estilo más inflexible de todos, se revela corno meta justamente de aquel liberalismo al que se le reprochaba falta de estilo. No se trata sólo de que sus categorías y sus contenidos hayan surgido de la esfera liberal, del naturalismo domesticado como de la opereta y de la revista, sino que incluso los modernos trusts culturales constituyen el lugar económico donde continúa sobreviviendo provisoriamente -con los tipos correspondientes de empresarios- una parte de la esfera tradicional de la circulación en curso de demolición en el resto de la sociedad. Aquí se puede hacer aún fortuna, con tal de que no se sea demasiado exigente y se esté dispuesto a los acuerdos. Lo que resiste sólo puede sobrevivir enquistándose. Una vez que lo que resiste ha sido registrado en sus diferencias por parte de la industria cultural, forma parte ya de ella, tal como el reformador agrario se incorpora al capitalismo. La rebelión que rinde homenaje a la realidad se convierte en la marca de fábrica de quien tiene una nueva idea para aportar a la industria. La esfera pública de la sociedad actual no deja pasar ninguna acusación perceptible en cuyo tono los de oído fino no adviertan ya la autoridad bajo cuyo signo el révolté se reconcilia con ellos. Cuanto más inconmensurable se torna el abismo entre el coro y los solistas más puesto hay entre estos últimos para quien sepa dar testimonio de su propia superioridad mediante una originalidad bien organizada. De tal suerte, incluso en la industria cultural, sobrevive la tendencia del liberalismo de dejar paso libre a los capaces. La función de abrir camino a estos virtuosos se mantiene aún hoy en un mercado ampliamente regulado en todo otro sentido, mercado en el que en los buenos tiempos la única libertad que se permitía al arte era la de morir de hambre. No por azar surgió el sistema de la industria cultural en los países industriales más liberales, así como es en ellos donde han triunfado todos sus medios característicos, el cine, la radio, el jazz y los magazines. Es cierto que su desarrollo progresivo surgía necesariamente de las leyes generales del capital. Gaumont y Pathé, Ullstein y Hugenberg habían seguido con éxito la tendencia internacional, la dependencia de Europa respecto a los Estados Unidos -después de la primera guerra mundial y de la inflación- hizo el resto. Creer que la barbarie de la industria cultural constituye una consecuencia del cultural laq, del atraso de la conciencia norteamericana respecto al estado alcanzado por la técnica, es pura ilusión. Era la Europa prefascista la que estaba atrasada en relación con la tendencia hacia el monopolio cultural. Pero justamente gracias a este atraso conservaba el espíritu un resto de autonomía. En Alemania la insuficiencia del control democrático sobre la vida civil había surtido efectos paradójicos. Mucho se sustraía al mecanismo del mercado, que se había desencadenado en los países occidentales. El sistema educativo alemán, incluyendo las universidades, los teatros con carácter de guías en el plano artístico, las grandes orquestas, los museos, se hallaban bajo protección. Los poderes políticos, estado y comunas, que habían recibido estas instituciones en herencia del absolutismo, les habían dejado su parte de aquella independencia respecto a las relaciones, fuerza explícita en el mercado que les había sido concedida a pesar de todo hasta fines del siglo XIX por los príncipes y señores feudales. Ello reforzó la posición del arte burgués tardío contra el veredicto de la oferta y la demanda, y favoreció su resistencia mucho más allá de la protección acordada. Incluso en el mercado el homenaje a la calidad todavía no traducible en valor corriente se resolvía en poder de adquisición, gracias a lo cual dignos editores literarios y musicales podían ocuparse de autores que no atraían más que la estima de los entendidos. Sólo la obligación de inscribirse continuamente -bajo las amenazas más graves- como experto estético la vida industrial ha esclavizado definitivamente al artista. En una época firmaban sus cartas, como Kant y Hume, calificándose de "siervos humildísimos", mientras minaban las bases del trono y del altar. Hoy se tutean con los jefes de estado y están sometidos, en lo que respecta a todos sus impulsos artísticos, al juicio de sus jefes iletrados. El análisis cumplido por Tocqueville hace cien años se ha cumplido plenamente. Bajo el monopolio privado de la cultura acontece realmente que "la tiranía deja libre el cuerpo y embiste directamente contra el alma. El amo no dice más: debes pensar como yo o morir. Dice: eres libre de no pensar como yo, tu vida, tus bienes, todo te será dejado, pero a partir de este momento eres un intruso entre nosotros". Quien no se adapta resulta víctima de una impotencia económica que se prolonga en la impotencia espiritual del aislado. Excluido de la industria, es fácil convencerlo de su insuficiencia. Mientras que en la producción material el mecanismo de la oferta y la demanda se halla ya en vías de disolución, continúa operando en la superestructura como control que beneficia a los amos. Los consumidores son los obreros y empleados, farmers y pequeños burgueses. La totalidad de las instituciones existentes los aprisiona de tal forma en cuerpo y alma que se someten sin resistencia a todo lo que se les ofrece. Y como los dominados .han tomado siempre la moral que les venía de los señores con mucha más seriedad que estos últimos, así hoy las masas engañadas creen en el mito del éxito aun más que los afortunados. Las masas tienen lo que quieren y reclaman obstinadamente la ideología mediante la cual se las esclaviza. La funesta adhesión del pueblo al mal que se le hace llega incluso a anticipar la sabiduría de las presiones y supera el rigor de la Hays Office. Esa adhesión sostiene a Mickey Rooney contra la trágica Garbo. La industria se adapta a tales pedidos. Lo que representa un pasivo para la firma aislada, que a veces no puede explotar hasta el fin el contrato con la estrella en declinación, constituye un costo razonable para el sistema en total. Al ratificar astutamente los pedidos de relevos, inaugura la armonía total. Juicio crítico y competencia son prohibidos como presunción de quien se cree superior a los otros, en una cultura democrática que reparte sus privilegios entre todos. Frente a la tregua ideológica, el conformismo de los consumidores, así como la impudicia de la producción que éstos mantienen en vida, conquista una buena conciencia. Tal conformismo se contenta con la eterna repetición de lo mismo.
La eterna repetición de lo mismo regula también la relación con el pasado. La novedad del estadio de la cultura de masas respecto al liberal tardío consiste en la exclusión de lo nuevo. La máquina rueda sur place. Cuando llega al punto de determinar el consumo, descarta como riesgo inútil lo que aun no ha sido experimentado. Los cineastas consideran con sospecha todo manuscrito tras el cual no haya ya un tranquilizador best-seller Justamente por eso se habla siempre de idea, novelty y surprise, de algo que a la vez sea archiconocido y no haya existido nunca. Para eso sirven el ritmo y el dinamismo. Nada debe quedar como estaba, todo debe correr continuamente, estar en movimiento. Por que sólo el universal triunfo del ritmo de producción v reproducción mecánica garantiza que nada cambia, que no surge nada sorprendente. Los agregados al inventario cultural experimentado son demasiado arriesgados y azarosos. Los tipos formales congelados, como sketch, short story, film de tesis, canción, son el prototipo, y amenazadoramente octroyé, del gusto liberal tardío. Los dirigentes de las empresas culturales, que proceden de acuerdo entre sí como si fueran un solo manager, han racionalizado desde hace tiempo el espíritu objetivo. Es como si un tribunal omnipresente hubiese examinado el material y establecido el catálogo oficial de los bienes culturales, que ilustra brevemente sobre las series disponibles. Las ideas se hallan inscriptas en el cielo de la cultura, en el cual ya numeradas, incluso convertidas en números, inmutables, habían sido encerrados por Platón.
El amusement, todos los elementos de la industria cultural, existían mucho antes que ésta. Ahora son retomados desde lo alto y llevados al nivel de los tiempos. La industria cultural puede jactarse de haber actuado con energía y de haber erigido como principio la transposición -a menudo torpe- del arte a la esfera del consumo, de haber liberado al amusement de sus ingenuidades más molestas y de haber mejorado la confección de las mercancías. Cuanto más total ha llegado a ser, cuanto más despiadadamente ha obligado a todo outsider a quebrar o a entrar en la corporación, tanto más fina se ha vuelto, hasta terminar en una síntesis de Beethoven con el Casino de París. Su triunfo es doble: lo que gasta fuera de sí como verdad puede reproducirlo a placer dentro de sí como mentira. El arte "ligero" como tal, la distracción, no es una forma morbosa y degenerada. Quien lo acusa de traición respecto al ideal de la pura expresión se hace ilusiones respecto a la sociedad La pureza del arte burgués, que se ha hipostatizado como reino, de la libertad en oposición a la praxis material, ha sido pagada desde el principio con la exclusión de la clase inferior, a cuya causa -la verdadera universalidad- el arte sigue siendo fiel justamente gracias a la libertad respecto a los fines de la falsa libertad. El arte serio se ha negado a aquellos para quiénes la necesidad y la presión dei sistema convierten a la seriedad en una burla, y que por necesidad se sienten contentos cuando pueden transcurrir pasivamente el tiempo que no están atados a la rueda. El arte "ligero" ha acompañado como una sombra al arte autónomo. El arte "ligero" es la mala conciencia social del arte serio. Lo que el arte serio debía perder en términos de verdad en base a sus premisas sociales confiere al arte "ligero" una, apariencia de legitimidad. La verdad reside en la escisión misma, que expresa por lo menos la negatividad de la cultura que constituyen, sumándose, las dos esferas. En modo alguno se deja conciliar la antítesis cuando se acoge al arte ligero en el serio o viceversa. Justamente esto es lo que trata de hacer la industria cultural. La excentricidad del circo, del panopticum y del burdel respecto a la sociedad le molesta tanto como la de Schönberg y de Karl Krauss. Así Benny Goodman es acompañado por el cuarteto de Budapest y toca con ritmo más pedante que un clarinetista de orquesta filarmónica, mientras que los integrantes del cuarteto tocan en la misma forma lisa y vertical y con la misma dulzonería con que lo hace Guy Lombardo. Lo notable no es la crasa incultura, la torpeza o la estupidez. Los rechazos de antaño han sido liquidados por la industria cultural gracias a su misma perfección, la prohibición y la domesticación del dilettantismo, aun cuando cometa continuamente gaffes enormes, inseparables de la idea misma de un nivel "sostenido". Pero lo nuevo consiste en que elementos inconciliables de la cultura, arte y diversión, sean reducidos mediante la subordinación final a un solo falso denominador: la totalidad de la industria cultural. Ésta consiste en la repetición. No es cosa extrínseca al sistema el hecho de que sus innovaciones típicas consistan siempre y únicamente en mejoramientos de la reproducción en masa. Con razón el interés de los innumerables consumidores va por entero hacia la técnica y no hacia los contenidos rígidamente repetidos, íntimamente vacuos y ya medio abandonados. El poder social adorado por los espectadores se expresa con más validez en la omnipresencia del estereotipo realizada e impuesta por la técnica que en las ideologías viejas de las que deben responder los efímeros contenidos.
No obstante, la industria cultural sigue siendo la industria de la diversión. Su poder sobre los consumidores es mediado por el amusement, que al fin es anulado no por un mero diktat, sino por la hostilidad inherente al principio mismo del amusement. Dado que la transfusión de todas las tendencias de la industria cultural a la carne y a la sangre del público se cumple a través del entero proceso social, la supervivencia del mercado en este sector obra en el sentido de promover ulteriormente dichas tendencias. La demanda no se halla aun sustituida por la pura obediencia. Hasta tal punto es verdad esto que la gran reorganización del cine en vísperas de la primera guerra mundial -condición material de su expansión- consistió justamente en una adaptación consciente a las necesidades del público calculadas según las cifras de boletería, dato que en los tiempos de los pioneers de la pantalla no se soñaba siquiera en tomar en consideración. A los magnates del cine, que hacen siempre pruebas sobre sus ejemplos (sobre sus éxitos más o menos clamorosos) y nunca, sabiamente, sobre el ejemplo contrario, sobre la verdad, les parece así incluso hoy. Su ideología son los negocios. En todo ello es verdadero que la fuerza de la industria cultural reside en su unidad con la necesidad producida y no en el conflicto con ésta, ya sea a causa de la omnipotencia o de la impotencia. El amusement es la prolongación del trabajo bajo el capitalismo tardío. Es buscado por quien quiere sustraerse al proceso del trabajo mecanizado para ponerse de nuevo en condiciones de poder afrontarlo. Pero al mismo tiempo la mecanización ha conquistado tanto poder sobre el hombre durante el tiempo libre y sobre su felicidad, determina tan íntegramente la fabricación de los productos para distraerse, que el hombre no tiene acceso más que a las copias y a las reproducciones del proceso de trabajo mismo. El supuesto contenido no es más que una pálida fachada; lo que se imprime es la sucesión automática de operaciones reguladas. Sólo se puede escapar al proceso de trabajo en la fábrica y en la oficina adecuándose a él en el ocio. De ello sufre incurablemente todo amusement. El placer se petrifica en aburrimiento, pues, para que siga siendo placer, no debe costar esfuerzos y debe por lo tanto moverse estrechamente a lo largo de los rieles de las asociaciones habituales. El espectador no debe trabajar con su propia cabeza: toda conexión lógica que requiera esfuerzo intelectual es cuidadosamente evitada. Los desarrollos deben surgir en la medida de lo posible de las situaciones inmediatamente anteriores, y no de la idea del conjunto. No hay conflicto que resista al celo de los colaboradores para extraer de cada escena todo lo que puede dar. Por último aparece como peligroso incluso el esquema, en la medida en que ha instituido aunque sea un pobre contexto significativo, dado que sólo se acepta la falta de significado. A menudo, en medio de la tarea, es malignamente rechazada la continuación que los caracteres y la historia exigían según el plan primitivo. En su lugar se adopta, como paso inmediato, la idea aparentemente más eficaz que los escenaristas encuentran cada vez para la situación dada. Una sorpresa mal escogida irrumpe en la materia cinematográfica. La tendencia del producto a volver malignamente al puro absurdo, del que participaba legítimamente el arte popular y la payasada hasta Chaplin y los hermanos Marx, aparece en la forma mas evidente en los géneros menos cuidados. Mientras los films de Greer Garson y Bette Davis extraen aun de la unidad del caso psicológico-social algo parecido a la pretensión de una acción coherente, la tendencia al absurdo se ha impuesto plenamente en el texto del novelty song, en el film amarillo y en los dibujos animados. La idea misma -como los objetos de lo cómico y de lo horrible- es despedazada. Los novelty songs han vivido siempre del desprecio respecto al significado, que -precursores y sucesores del psicoanáli-sis-reducen a la unidad indistinta del simbolismo sexual. En los films policiales y de aventuras no se concede ya hoy al espectador que asista a una clarificación progresiva. Debe contentarse -incluso en las producciones no irónicas del género- con el resplandor de situaciones ya casi carentes de conexión necesaria entre ellas.
Los dibujos animados eran en una época exponentes de la fantasía contra el racionalismo. Hacían justicia a los animales y a las cosas electrizados por su técnica, pues pese a mutilarlos les conferían una segunda vida. Ahora no hacen más que confirmar la victoria de la razón tecnológica sobre la verdad. Hace algunos años tenían una acción coherente, que se disolvía sólo en los últimos minutos en el ritmo endiablado de los acontecimientos. Su desarrollo se asemejaba en esto al viejo esquema de la slapstick comedy. Pero ahora las relaciones de tiempo han cambiado. En las primeras secuencias del dibujo animado se anuncia un tema de acción sobre el cual se ejercitará la destrucción: entre los aplausos del público el protagonista es golpeado por todos como una pelota. De tal forma la cantidad de la diversión organizada se transfiere a la calidad de la ferocidad organizada. Los censores autodesignados de la industria cinematográfica, unidos a ésta por una afinidad electiva vigilan la duración del delito prolongado como espectáculo divertido. La hilaridad quiebra el placer que podría proporcionar, en apariencia, la visión del abrazo, y remite la satisfacción al día del pogrom. Si los dibujos animados tienen otro efecto fuera del de acostumbrar los sentidos al nuevo ritmos es el de martillar en todos los cerebros la antigua verdad de que el maltrato continuo, el quebrantamiento de toda resistencia individual es la condición de vida en esta sociedad. El Pato Donald en los dibujos animados como los desdichados en la realidad reciben sus puntapiés a fin de que los espectadores se habitúen a los suyos.
El placer de la violencia hecha al personaje se convierte en violencia contra el espectador, la diversión se convierte en tensión. Al ojo fatigado no debe escapar nada que los expertos hayan elegido como estimulante, no hay que mostrar jamás asombro ante la astucia de la representación, hay que manifestar siempre esa rapidez en la reacción que el tema expone y recomienda. Así resulta por lo menos dudoso que la industria cultural cumpla con la tarea de divertir de la que abiertamente se jacta. Si la mayor parte de las radios y de los cines callasen, es sumamente probable que los consumidores no sentirían en exceso su falta. Ya el paso de la calle al cine no introduce más en el sueño, y si las instituciones dejasen durante un cierto período de obligar a que se lo usase, el impulso a utilizarlo luego no sería tan fuerte. Este cierre no sería un reaccionario "asalto a las máquinas". No serían tanto los fanáticos quienes se sentirían desilusionados como aquellos que, por lo demás, nos llevan siempre a las mismas, es decir, los atrasados. Para el ama de casa la oscuridad del cine -a pesar de los films destinados a integrarla ulteriormente- representa un refugio donde puede permanecer sentada durante un par de horas en paz1 como antaño, cuando había aun departamentos y noches de fiesta y se quedaba en la ventana mirando hacia afuera. Los desocupados de los grandes centros encuentran fresco en verano y calor en invierno en los locales con la temperatura regulada. En ningún otro sentido el hinchado sistema de la industria de las diversiones hace la vida más humana para los hombres. La idea de "agotar" las posibilidades técnicas dadas, de utilizar plenamente las capacidades existentes para el consumo estético de masa, forma parte del sistema económico que rechaza la utilización de las capacidades cuando se trata de eliminar el hambre.

La industria cultural defrauda continuamente a sus consumidores respecto a aquello que les promete. El pagaré sobre el placer emitido por la acción y la presentación es prorrogado indefinidamente: la promesa a la que el espectáculo en realidad se reduce significa malignamente que no se llega jamás al quid, que el huésped debe contentarse con la lectura del menú. Al deseo suscitado por los espléndidos nombres e imágenes se le sirve al final sólo el elogio de la gris routine a la que éste procuraba escapar. Las obras de arte no consistían en exhibiciones sexuales. Pero al representar la privación como algo negativo revocaban, por así decir, la humillación del instinto y salvaban lo que había sido negado. Tal es el secreto de la sublimación estética: representar el cumplimiento a través de su misma negación. La industria cultural no sublima, sino que reprime y sofoca. Al exponer siempre de nuevo el objeto del deseo, el seno en el sweater o el torso desnudo del héroe deportivo, no hace más que excitar el placer preliminar no sublimado que, por el hábito de la privación, se ha convertido desde hace tiempo en puramente masoquista No hay situación erótica que no una a la alusión y a la excitación la advertencia precisa de que no se debe jamás llegar a ese punto. La Hays Office no hace más que confirmar el ritual que la industria cultural se ha fijado para sí misma: el de Tántalo. Las obras de arte son ascéticas y sin pudores; la industria cultural es pornográfica y prude. De tal suerte convierte el amor en historieta. Y así se deja pasar mucho, hasta el libertinaje como especialidad corriente, en pequeñas dosis y con la etiqueta de daring. La producción en serie del sexo pone en práctica automáticamente su represión. El astro del cual habría que enamorarse es a priori, en su ubicuidad, una copia de sí mismo. Toda voz de tenor suena exactamente como un disco de Caruso y las caras de las muchachas de Texas se asemejan ya al natural a los modelos triunfantes según los cuales serían clasificadas en Hollywood. La reproducción mecánica de lo bello -que la exaltación reaccionaria de la cultura favorece fatalmente con su idolatría sistemática de la individualidad- no deja ningún lugar para la inconsciente a la que estaba ligada lo bello. El triunfo sobre lo bello es cumplido por el humor, por el placer que se experimenta ante la vista de cada privación lograda. Se ríe del hecho de que no hay nada de que reír. La risa, serena o terrible, marca siempre el momento en que se desvanece un miedo. La risa anuncia la liberación, ya sea respecto al peligro físico, ya respecto a las redes de la lógica. La e risa serena es como el eco de la liberación respecto al poder; el terrible vence el miedo alineándose con las fuerzas que hay que temer. Es el eco del poder como fuerza ineluctable. El fun es un baño reconfortante. La industria de las diversiones lo recomienda continuamente. En ella la risa se convierte en un instrumento de la estafa respecto a la felicidad. Los momentos de felicidad no conocen la risa; sólo las operetas y luego los films presentan al sexo con risas. Pero Baudelaire carece de humor al igual que Hölderlin. En la falsa sociedad la risa ha herido a la felicidad como una lepra y la arrastra a su totalidad insignificante. Reírse de algo es siempre burlarse; la vida que, según Bergson, rompe la corteza endurecida, es en realidad la irrupción de la barbarie, la afirmación de sí que en la asociación social celebra su liberación de todo escrúpulo. Lo colectivo de los que ríen es la parodia de la humanidad. Son mónadas, cada una de las cuales se abandona a la voluptuosidad de estar dispuesta a todo, a expensas de todas las otras. En tal armonía proporcionan la caricatura de la solidaridad. En la risa falsa es diabólico justamente el hecho de que ésta pueda parodiar victoriosamente incluso lo mejor: la conciliación. Pero el placer es severo: res severa verum gaudium. La ideología de los conventos, de que no es la ascesis sino el acto sexual lo que implica renuncia a la felicidad accesible, se ve confirmada en forma negativa por la seriedad del amante que en un presagio suspende su vida ante el instante que huye. La industria cultural pone la frustración jovial en el puesto del dolor presente tanto en la ebriedad como en la ascesis. La ley suprema es que sus súbditos no alcancen jamás aquello que desean, y justamente con ello deben reír y contentares. La frustración permanente impuesta por la civilización es enseñada y demostrada a sus víctimas en cada acto de la industria cultural, sin posibilidad de equívocos. Ofrecer a tales víctimas algo y privarlas de ello es un solo y mismo acto. Ese es el efecto de todo el aparato erótico. Todo gira en torno al coito, justamente porque éste no puede cumplirse jamás. Admitir en un film una acción ilegítima sin que los culpables padezcan el justo castigo está prohibido con mayor severidad aun que -supongamos- el futuro yerno del millonario desarrolle una actividad en el movimiento obrero. En contraste con la era liberal, la cultura industrializada, como la fascista, puede concederse el desdén hacia el capitalismo, pero no la renuncia a la amenaza de castración. Tal amenaza constituye la esencia íntegra de la cultura industrializada. Lo decisivo hoy no es ya más el puritanismo -aunque éste continúe haciéndose valer bajo la forma de las asociaciones femeninas-, sino la necesidad intrínseca al sistema de no dar al consumidor jamás la sensación de que sea posible oponer resistencia. El principio impone presentar al consumidor todas las necesidades como si pudiesen ser satisfechas por la industria cultural, pero también organizar esas necesidades en forma tal que el consumidor aprenda a través de ellas que es sólo y siempre un eterno consumidor, un objeto de la industria cultural. La industria cultural no sólo le hace comprender que su engaño residiría en el cumplimiento de lo prometido, sino que además debe contentarse con lo que se le ofrece. La evasión respecto a la vida cotidiana que la industria cultural, en todos sus ramos, promete procurar es como el rapto de la hija en la historieta norteamericana: el padre mismo sostiene la escalera en la oscuridad. La industria cultural vuelve a proporcionar como paraíso la vida cotidiana. Escape y elopement están destinados a priori a reconducir al punto de partida. La distracción promueve la resignación que quiere olvidarse en la primera.
El amusement por completo emancipado no sólo sería la antítesis del arte, sino también el extremo que toca a éste. El absurdo d la Mark Twain, hacia el que a veces hace insinuaciones la industria cultural norteamericana, podría ser un correctivo del arte. El amusement, cuanto más se toma en serio su contradicción con la realidad, más se asemeja a la seriedad de la real a que se opone; cuanto más trata de desarrollarse puramente a partir de su propia ley formal, tanto mayor es el esfuerzo de comprensión que exige, mientras que su fin era justamente negar el peso del esfuerzo y del trabajo. En muchos film-revista y sobre todo en la farsa y en los funnies relampaguea por momentos la posibilidad misma de esta negación. A cuya realización, por lo demás, no es lícito llegar. La pura diversión en su lógica, el despreocupado abandono a las más variadas asociaciones y felices absurdos, están excluidos de la diversión corriente, por causa del sustituto de un significado coherente que la industria cultural se obstina en añadir a sus producciones, mientras por otro lado, guiñando el ojo, trata a tal signiflcado como simple pretexto para la aparición de los divos. Asuntos biográficos y similares sirven para unir los trozos de absurdo en una historia idiota: en ella no tintinea el gorro de cascabeles del loco, sino el mazo de llaves de la razón actual, que vincula -incluso en la imagen- también el placer a los fines del progreso. Cada beso en el film-revista debe contribuir al éxito del boxeador o del experto en canciones cuya carrera es exaltada. Por lo tanto, el engaño no reside en el hecho de que la industria cultural prepare distracción, sino en que arruina el placer al quedar deliberadamente ligada a los clichés ideológicos de la cultura en curso de liquidación. La ética y el buen gusto prohiben por "ingenuo" al amusement incontrolado (la ingenuidad no es menos mal vista por el intelectualismo) y limitan incluso las capacidades técnicas. La industria cultural es corrupta no como Babel del pecado sino como templo del placer elevado. En todos sus niveles, desde Hemingway hasta Emil Ludwig, desde Mrs. Niniver hasta Lone Ranger, desde Toscanini a Guy Lombardo, la mentira es inherente a un espíritu que la industria cultural recibe ya terminado del arte y de la ciencia. Retiene restos de lo mejor en los rasgos que la aproximan al circo, en el atrevimiento obstinadamente insensato de los acróbatas y clowns, en la "defensa y justificación del arte físico frente al arte espiritual". Pero los últimos refugios de este virtuosismo sin alma, que personifica a lo humano contra el mecanismo social, son despiadadamente limpiados por una razón planificadora que obliga a todo a declarar su función y su significado. Tal razón elimina lo que abajo carece de sentido como en lo alto el significado de las obras de arte.
La fusión actual de cultura y distracción no se cumple sólo como depravación de la cultura, sino también como espiritualización forzada de la distracción, lo cual es evidente ya en el hecho de que se asiste a ella casi exclusivamente como reproducción: como cinefotografía o como audición radial. En la época de la expansión liberal el amusement vivía de la fe intacta en el futuro: si las cosas hubieran seguido así, todo hubiese andado mejor. Hoy la fe vuelve a espiritualizarse; se torna tan sutil como para perder de vista toda meta y reducirse al fondo dorado que es proyectado tras la realidad. La fe se compone de los acentos de valor con los que, en perfecto acuerdo con la vida misma, son investidos una vez más en el espectáculo el tipo hábil, el ingeniero, la muchacha dinámica, la falta de escrúpulos disfrazada de carácter, los intereses deportivos y hasta los automóviles y los cigarrillos, incluso cuando el espectáculo no se hace por cuenta de la publicidad de las firmas interesadas, sino por la del sistema en su totalidad. El amusement mismo se alinea entre los ideales, toma el lugar de los bienes elevados que expulsa definitivamente de la cabeza de las masas repitiéndolos en forma aun más estereotipadas que las frases publicitarias pagadas por los interesados. La interioridad, la forma subjetivamente limitada de la verdad, ha estado siempre -mucho más que lo que se imagina- sujeta a los patrones externos. La industria cultural la reduce a mentira evidente. Ya sólo se la siente como retórica, que se acepta como agregado penosamente agradable, en best-sellers religiosos, films psicológicos y women serials, para poder dominar con más certeza en la vida de los propios impulsos humanos. En este sentido el amusement realiza la purificación de las pasiones que Aristóteles atribuía ya a la tragedia, y Mortimer Adler asigna en realidad al film. Al igual que respecto al estilo, la industria cultural descubre también la verdad sobre la catarsis.

Cuanto más sólidas se tornan las posiciones de la industria cultural, tanto más brutalmente puede obrar con las necesidades del consumidor, producirlas, guiarlas, disciplinarlas, suprimir incluso la diversión: para el progreso cultural no existe aquí ningún límite. Pero tal tendencia es inmanente al principio mismo -burgués e iluminado- del amusement. Si la necesidad de amusement ha sido producida en gran medida por la industria que hacía la réclame del producto mediante una oleografía sobre la avidez reproducida y, viceversa, la del polvo para budín mediante la reproducción del budín, siempre se ha podido advertir en el amusement la manipulación comercial, el sales talk, la voz del vendedor de feria. Pero la afinidad originaria de negocios y amusement aparece en el significado mismo de este último: la apología de la sociedad. Divertirse significa estar de acuerdo. El amusement sólo es posible en cuanto se aísla y se separa de la totalidad del proceso social, en cuanto r enuncia absurdamente desde el principio a la pretensión ineluctable de toda obra, hasta de la más insignificante: la de reflejar en su limitación el todo. Divertirse significa siempre que no hay que pensar, que hay que olvidar el dolor incluso allí donde es mostrado. En la base de la diversión está la impotencia; Es en efecto fuga, pero no -como pretende- fuga de la realidad mala, sino fuga respecto al último pensamiento de resistencia que la realidad puede haber dejado aún. La liberación prometida por el amusement es la del pensamiento como negación. La impudicia de la exclamación retórica, "¡mira lo que la gente quiere!", reside en el hecho de referirse como a seres pensantes respecto a las mismas criaturas a las que, por tarea específica, se las debe arrancar de la subjetividad. Y si a veces el público se rebela contra la industria de la diversión, se trata sólo de la pasividad -vuelta coherente-a la que ésta lo ha habituado. No obstante, la tarea de: mantener a la expectativa se ha convertido cada vez en más difícil. La estupidización progresiva debe marchar al mismo paso que el progreso de la inteligencia. En la época de la estadística las masas son demasiado maliciosas para identificarse con el millonario que aparece en la pantalla y demasiado obtusas para permitirse la más mínima desviación respecto a la ley de los grandes números. La ideología se esconde en cálculo de las probabilidades. La fortuna no beneficiará a todos, pero sí al jugador afortunado o más bien a aquel que sea designado por un poder superior, por lo general la misma industria de las diversiones, que es presentada como buscando asiduamente al merecedor. Los personajes descubiertos por los cazadores de talento y lanzados luego por el estudio cinematográfico son los tipos ideales de la nueva clase media dependiente. La starlet debe simbolizar a la empleada, pero en forma tal que para ella -a diferencia de la verdadera empleada-, el abrigo de noche parezca hecho de medida. De tal suerte la starlet no se limita a fijar para la espectadora la posibilidad de que también ella aparezca en la pantalla, sino también con mayor nitidez la distancia que hay entre las dos. Sólo una puede tener la gran chance, sólo uno es famoso, y pese a que todos matemáticamente tienen la misma probabilidad, tal posibilidad es sin embargo para cada uno tan mínima que hará bien en borrarla en seguida y alegrarse de la fortuna del otro, que muy bien podría ser él y que empero no lo es jamás. Cuando la industria cultural invita aun a una identificación ingenua ésta se ve rápidamente desmentida. Para nadie es ya lícito olvidar. En un tiempo el espectador de films veía sus propias bodas en las del otro. Ahora los felices de la pantalla son ejemplares de la misma especie que cualquiera del público, pero con esta igualdad queda planteada la insuperable separación de los elementos humanos. La perfecta similitud es la absoluta diferencia. La identidad de la especie prohíbe la de los casos. La industria cultural ha realizado pérfidamente al hombre como ser genérico. Cada uno es sólo aquello por lo cual puede sustituir a los otros: fungible, un ejemplar. Él mismo como individuo es lo absolutamente substituible, la pura nada, y ello es lo que comienza a experimentar cuando con el tiempo pierde la semejanza. Así se modifica la estructura íntima de la religión del éxito, a la que por lo demás se presta minuciosa obediencia. En lugar del camino per aspera ad astra, que implica dificultad y esfuerzo, cada vez mas se insinúa el premio. El elemento de ceguera en la decisión ordinaria respecto al song que se volverá célebre o respecto a la comparsa adaptada al papel de heroína, es exaltado por la ideología. Los films subrayan el azar. Al exigir la ideología la igualdad esencial de los personajes, con la excepción del malo, hasta llegar a la exclusión de las fisonomías reluctantes (tal como aquellas que, como la de la Garbo, no tienen aire de dejarse apostrofar con un hello, sister), torna a primera vista la vida más fácil para los espectadores, a quienes se asegura que no tienen necesidad de ser distintos de lo que son y que podrían tener un éxito comparable, sin que se pretenda de ellos aquello de lo que se saben incapaces. Pero al mismo tiempo se les hace entender que incluso el esfuerzo carecería de sentido, pues la misma fortuna burguesa no tiene ya relación alguna con el efecto calculable del trabajo. En el fondo todos reconocen al azar, por el que uno hace fortuna, como la otra cara de la planificación. Justamente debido a que las fuerzas de la sociedad han alcanzado ya un grado tal de racionalidad que cualquiera podría ser ya ingeniero o manager, resulta por completo irracional, inmotivado, el hecho de quién sea aquel al que la sociedad le presta la preparación y la confianza necesarias para el desempeño de tales funciones. Azar y planificación se tornan idénticos, pues frente a la igualdad de los hombres la fortuna o el infortunio del individuo, hasta en los planos más elevados, ha perdido todo significado económico. El azar mismo es planificado: no se trata de que se lo haga recaer sobre este o el otro individuo aislado, sino del hecho mismo de que se crea que se lo gobierna. Eso sirve de coartada para los planificadores y suscita la apariencia de que la red de transacciones y medidas en que ha sido transformada la vida deja aun lugar para relaciones espontáneas e inmediatas entre la gente. Este tipo de libertad se halla simbolizado en los distintos ramos de' la industria cultural por la selección arbitraria de los casos medios. En las narraciones detalladas del semanario respecto al viaje modesto pero espléndido -organizado por el semanario mismo- cumplido por la afortunada vencedora (por lo general una dactilógrafa que acaso ganó el concurso gracias a sus relaciones con los magnates locales) se refleja la impotencia de todos. Son hasta tal punto mero material que aquellos que disponen de ellos pueden hacer subir a uno a su cielo y luego expulsarlo de allí nuevamente: que muera o haga lo que se le dé la gana con sus derechos y su trabajo. La industria está interesada en los hombres sólo como sus propios clientes y empleados y, en efecto, ha reducido a la humanidad en conjunto, así como a cada uno de sus elementos, a esta fórmula agotadora. De acuerdo con el aspecto determinante en cada ocasión, se subraya en la ideología el plan o el azar, la técnica o la vida, la civilización o la naturaleza. Como empleados, son exhortados a la organización racional y a incorporares a ella con sano sentido común. Como clientes, ven ilustrar en la pantalla o en los periódicos, a través de episodios humanos y privados, la libre elección y la atracción de aquello que no está aún clasificado. En todos los casos no pasan de ser objetos.
Cuanto menos tiene la industria cultural para prometer, cuanto menos en grado está de mostrar que la vida se halla llena de sentido, en tanto más pobre se convierte faltamente la ideología que difunde. Incluso los abstractos ideales de armonía y bondad de la sociedad resultan -en la época de la publicidad universal- demasiado concretos. Pues se ha aprendido a identificar como publicidad justamente lo abstracto. El argumento que sólo tiene en cuenta la verdad suscita la impaciencia de que llegue rápidamente al fin comercial que se supone persigue en la práctica. La palabra que no es un medio resulta carente de sentido; la otra, ficción y mentira. Los juicios de valor son oídos como réclame o como charlas inútiles. Pero la ideología así forzada a mantenerse dentro de lo vago no se torna por ello más transparente ni tampoco más débil. Justamente su genericidad, su rechazo casi científico a comprometerse con algo inverificable, sirve de instrumento al dominio. Porque se convierte en la proclamación decidida y sistemática de lo que es. La industria cultural tiene la tendencia a transformarse en un conjunto de protocolos y justamente por ello en irrefutable profeta de lo existente. Entre los escollos de la falsa noticia individualizable y de la verdad manifiesta la industria cultural se mueve con habilidad repitiendo el fenómeno tal cual, oponiendo su opacidad al conocimiento y erigiendo como ideal el fenómeno mismo en su continuidad omnipresente. La ideología se escinde en la fotografía de la realidad en bruto y en la pura mentira de su significado, que no es formulada explícitamente, sino sugerida e inculcada. A fin de demostrar la divinidad de lo real no se hace mas que repetir cínicamente lo real. Esta prueba fotológica no es convincente sino aplanadora. Quien frente a la potencia de la monotonía duda aún es un loco. La industria cultural está tan bien provista para rechazar las objeciones dirigidas contra ella misma como aquéllas lanzadas contra el mundo que ella reduplica sin tesis preconcebidas. Se tiene sólo la posibilidad de colaborar o de quedarse atrás: los provincianos, que para defenderse del cine y de la radio recurren a la eterna belleza o a los conjuntos filodramáticos, están políticamente ya en el punto hacia el que la cultura de masas aún esta empujando a sus súbditos. La cultura de masas es lo suficientemente equilibrada como para parodiar o disfrutar como ideología, de acuerdo con la ocasión, incluso a los viejos sueños de antaño, como el culto del padre o el sentimiento incondicionado. La nueva ideología tiene por objeto el mundo como tal. Adopta el culto del hecho, limitándose a elevar la mala realidad -mediante la representación más exacta posible- al reino de los hechos. Mediante esta transposición, la realidad misma se convierte en sustituto del sentido y del derecho. Bello es todo lo que la cámara reproduce. A la perspectiva frustrada de poder ser la empleada a quien le toca en suerte un crucero transoceánico, corresponde la visión desilusionada de los países exactamente fotografiados por los que el viaje podría conducir. Lo que se ofrece no es Italia, sino la prueba visible de su existencia. El film puede llegar a mostrar París, donde la joven norteamericana piensa en realizar sus sueños, en la desolación más completa, para empujarla en forma tanto más inexorable a los brazos del joven norteamericano smart a quien hubiera podido conocer en su misma casa. Que todo en general marche, que el sistema incluso en su última fase continúe reproduciendo la vida de aquellos que lo componen, en lugar de eliminarlos en seguida, es cosa que se acredita como mérito y significado. Continuar tirando hacia adelante en general se convierte en justificación de la ciega permanencia del sistema, así como de su inmutabilidad. Sano es aquello que se repite, el ciclo tanto en la naturaleza como en la industria. Eternamente gesticulan los mismos babies en los suplementos ilustrados, eternamente golpea la máquina del jazz. Pese a todo progreso de la técnica de la reproducción, de las reglas y de las especialidades, pese a todo agitado afanarse, el alimento que la industria cultural alarga a los hombres sigue siendo la piedra de la estereotipia. La industria cultural vive del ciclo, de la maravilla de que las madres continúen haciendo hijos pese a todo, de que las ruedas continúen girando. Eso sirve para remachar la inmutabilidad de las relaciones. Los campos en que ondean espigas de trigo en la parte final de El gran dictador de Chaplin desmienten el discurso antifascista por la libertad. Se asemejan a la cabellera rubia de la muchacha alemana cuya vida en el campamento veraniego fotografía la Ufa. Por el hecho mismo de que el mecanismo social de dominio coloca a la naturaleza como saludable antítesis de la sociedad, la naturaleza queda absorbida y encuadrada dentro de la sociedad incurable. La confirmación visual de que los árboles son verdes, de que el cielo es azul y de que las noches pasan hace de estos elementos criptogramas de chimeneas y de estaciones de servicio para automóviles. Viceversa, las ruedas y partes mecánicas deben brillar en forma alusiva, degradadas al carácter de exponentes de esa alma vegetal y etérea. De tal suerte la naturaleza y la técnica son movilizadas contra la mufa, la imagen falseada en el recuerdo de la sociedad liberal, en la que, según parece, se giraba en sofocantes cuartos cubiertos de felpa, en lugar de practicar, como se hace hoy, un sano y asexual naturismo, o se permanecía en panne en un Mercedes Benz antediluviano en lugar de ir a la velocidad de un rayo desde el punto en que se está a otro que es exactamente igual. El triunfo del trust colosal sobre la libre iniciativa es celebrado por la industria cultural como eternidad de la libre iniciativa. Se combate al enemigo ya derrotado, al sujeto pensante. La resurrección del antifilisteo Hans Sonnenstösser en Alemania y el placer de ver Vida con el padre son de la misma índole.

Hay algo con lo que sin duda no bromea la ideología vaciada de sentido: la previsión social. "Ninguno tendrá frío ni hambre: quien lo haga terminará en un campo de concentración": esta frase proveniente de la Alemania hitleriana podría brillar como lema en todos los portales de la industria cultural. La frase presupone, con astuta ingenuidad, el estado que caracteriza a la sociedad más reciente: tal sociedad sabe descubrir perfectamente a los suyos. La libertad formal de cada uno está garantizada. Oficialmente, nadie debe rendir cuentas sobre lo que piensa. Pero en cambio cada uno está desde el principio encerrado en un sistema de relaciones e instituciones que Forman un instrumento hipersensible de control social. Quien no desee arruinarse debe ingeniárselas para no resultar demasiado ligero en la balanza de tal sistema De otro modo pierde terreno en la vida y termina por hundirse. El hecho de que en toda carrera, pero especialmente en las profesiones liberales, los conocimientos del ramo se hallen por lo general relacionados con una actitud conformista puede suscitar la ilusión de que ello es resultado de los conocimientos específicos. En realidad, parte de la planificación irracional de esta sociedad consiste en reproducir, bien o mal, sólo la vida de sus fieles. La escala de los niveles de vida corresponde exactamente g1 lazo íntimo de clases e individuos con el sistema. Se puede confiar en el manager y aun es fiel el pequeño empleado, Dagwood, tal como vive en las historietas cómicas y en la realidad. Quien siente frío y hambre, aun cuando una vez haya tenido buenas perspectivas, está marcado. Es un outsider y esta (prescindiendo a veces de los delitos capitales) es la culpa más grave. En los films se convierte en el mejor de los casos en el individuo original, objeto de una sátira pérfidamente indulgente, aunque por lo común es el villain, que aparece como tal ya no bien muestra la cara, mucho antes de que la acción lo demuestre, a fin de que ni siquiera temporariamente pueda incurrirse en el error de que la sociedad se vuelva contra los hombres de buena voluntad. En realidad, se cumple hoy una especie de welfare state de grado superior. A fin de defender las posiciones propias, se mantiene en vida una economía en la cual, gracias al extremo desarrollo de la técnica, las masas del propio país resultan ya, en principio, superfluas para la producción. A causa de ello la posición del individuo se torna precaria. En el liberalismo el pobre, pasaba por holgazán, hoy resulta inmediatamente sospechoso: está destinado a los campos de concentración o, en todo caso, al infierno de las tareas más humildes y de los slums. Pero la industria cultural refleja la asistencia positiva y negativa hacia los administrados como solidaridad inmediata de los hombres en el mundo de los capaces. Nadie es olvidado, por doquier hay vecinos, asistentes sociales, individuos al estilo del Doctor Gillespie y filósofos a domicilio con el corazón del lado derecho que, con su afable intervención de hombre a hombre, hacen de la miseria socialmente reproducida casos individuales y curables, en la medida en que no se oponga a ello la depravación personal de los individuos. El cuidado respecto a las buenas relaciones entre los dependientes, aconsejada por la ciencia empresaria y ya practicada por toda fábrica a fin de lograr el aumento de la producción, pone hasta el último impulso privado bajo control social, mientras que en apariencia torna inmediatas o vuelve a privatizar las relaciones entre los hombres en la producción. Este socorro invernal psíquico arroja su sombra conciliadora sobre las bandas visuales y sonoras de la industria cultural mucho tiempo antes de expandirse totalitariamente desde la fábrica sobre la sociedad entera. Pero los grandes socorredores y benefactores de la humanidad, cuyas empresas científicas los autores cinematográficos deben presentar directamente como actos de piedad, a fin de poder extraer de ellas un interés humano científico, desempeñan el papel de conductores de los pueblos, que terminan por decretar la abolición de la piedad y saben impedir todo contagio una vez que se ha liquidado al último paralítico.
La insistencia en el buen corazón es la forma en que la sociedad confiesa el daño que hace: todos saben que en el sistema no pueden ya ayudarse por sí solos y ello debe ser tenido en cuenta por la ideología. En lugar de limitarse a cubrir el dolor bajo el velo de una solidaridad improvisada, la industria cultural pone todo su honor de firma comercial en mirarlo virilmente a la cara y en admitirlo, conservando con esfuerzo su dignidad. El pathos de la compostura justifica al mundo que la torna necesaria. Así es la vida, tan dura, pero por ello mismo tan maravillosa, tan sana. La mentira no retrocede ante lo trágico. Así como la sociedad total no elimina el dolor de sus miembros, sino que lo registra y lo planifica, de igual forma procede la cultura de masas con lo trágico. De ahí los insistentes préstamos tomados del arte. El arte brinda la sustancia trágica, que el puro amusement no puede proporcionar, pero que sin embargo necesita si quiere mantenerse de algún modo fiel al postulado de reproducir exactamente el fenómeno. Lo trágico, transformado en momento previsto y aprobado por el mundo, se convierte en bendición de este último. Lo trágico sirve para proteger de la acusación de que no se toma a la realidad lo suficientemente en serio, cuando en cambio se la utiliza con cínicas lamentaciones. Torna interesante el aburrimiento de la felicidad consagrada y pone lo interesante al alcance de todos. Ofrece al consumidor que ha visto culturalmente días mejores el sustituto de la profundidad liquidada hace tiempo, y al espectador común, las escorias culturales de las que debe disponer por razones de prestigio. A todos les concede el consuelo de que aún es posible el destino humano auténtico y fuerte y de que su representación desprejuiciada resulta necesaria. La realidad compacta y sin lagunas en cuya reproducción se resuelve hoy la ideología aparece más grandiosa, noble y fuerte en la medida en que se mezcla a ella el dolor necesario. Tal realidad asume aspecto de destino. Lo trágico es reducido a la amenaza de aniquilar a quien no colabore, mientras que su significado paradójico consistía en una época en la resistencia sin esperanza a la amenaza mítica. El destino trágico se convierte en castigo justo, transformación que ha sido siempre el ideal de la estética burguesa. La moral de la cultura de masas es la misma, "rebajada", que la de los libros para muchachos de ayer. De tal suerte, en la producción de primera calidad lo malo se halla personificado por la histérica que -a través de un estudio de pretendida exactitud científica- busca defraudar a la más realista rival del bien de su vida y encuentra una muerte nada teatral. Las presentaciones tan científicas se encuentran sólo en la cumbre de la producción. Por debajo, los gastos son considerablemente menores y lo trágico es domesticado sin necesidad de la psicología social. Así como toda opereta vienesa que se respete debía tener en su segundo acto un final trágico, que no dejaba al tercero más que la aclaración de los malentendidos, del mismo modo la industria cultural asigna a lo trágico un lugar preciso en la routine. Ya la notoria existencia de la receta basta para calmar el temor de que lo trágico escape al control. La descripción de la fórmula por parte del ama de casa, getting into trouble and out again, define la entera cultura de masas, desde el woman serial más idiota hasta la obra cumbre. Incluso el peor de los finales -que en el pasado tenía mejores intenciones- remacha el orden y falsea lo trágico, ya sea cuando la amante ilegítima paga con la muerte su breve felicidad, ya sea que el triste fin en las imágenes haga resplandecer con más brillo la indestructibilidad de la vida real. El cine trágico se convierte efectivamente en un instituto de perfeccionamiento moral. Las masas desmoralizadas de la vida bajo la presión del sistema, que demuestran estar civilizadas sólo en lo que concierne a los comportamientos automáticos y forzados, de los que brota por doquier reluctancia y furor, deben ser disciplinadas por el espectáculo de la vida inexorable y por la actitud ejemplar de las víctimas. La cultura ha contribuido siempre a domar los instintos revolucionarios, así como los bárbaros. La cultura industrializada hace algo más. Enseña e inculca la condición necesaria para tolerar la vida despiadada. El individuo debe utilizar su disgusto general como impulso para abandonarse al poder colectivo del que está harto. Las situaciones crónicamente desesperadas que afligen al espectador en la vida cotidiana se convierten en la reproducción, no se sabe cómo, en garantía de que se puede continuar viviendo. Basta advertir la propia nulidad, suscribir la propia derrota, y ya se ha entrado a participar. La sociedad es una sociedad de desesperados y por lo tanto la presa de los amos. En algunas de las más significativas novelas alemanas del período prefascista, como Berlin Alexanderplatz e ¿Y ahora, pobre hombre?, esta tendencia se expresaba con tanto vigor como en los films corrientes y en la técnica del jazz. En todos los casos se trata siempre, en el fondo, de la burla que se hace a sí mismo el "hombre pequeño". La posibilidad de convertirse en sujeto económico, empresario, propietario, ha desaparecido definitivamente. Hasta el último drug store, la empresa independiente, en cuya dirección y herencia se fundaba la familia burguesa y la posición de su jefe, ha caído en una dependencia sin salida. Todos se convierten en empleados y en la civilización de los empleados cesa la dignidad ya dudosa del padre. La actitud del individuo hacia el racket -firma comercial, profesión o partido-, antes o después de la admisión, así como la del jefe ante la masa y la del amante frente a la mujer a la que corteja, asume rasgos típicamente masoquistas La actitud a la que cada uno está obligado para demostrar siempre otra vez su participación. moral en esta sociedad hace pensar en los adolescentes que, en el rito de admisión en la tribu, se mueven en círculo, con sonrisa idiota, bajo los golpes del sacerdote. La vida en el capitalismo tardío es un rito permanente de iniciación. Cada uno debe demostrar que se identifica sin residuos con poder por el que es golpeado. Ello está en la base de las síncopas del jazz, que se burla de las trabas y al mismo tiempo las convierte en normas. La voz de eunuco del crooner de la radio, el cortejante buen mozo de la heredera, que cae con su smoking en la piscina, son ejemplos para los hombres, que deben convertirse en aquello a lo que los pliega el sistema. Cada uno puede ser omnipotente como la sociedad, cada uno puede llegar a ser feliz, con tal de que se entregue sin reservas y de que renuncie a sus pretensiones de felicidad. En la debilidad del individuo la sociedad reconoce su propia fuerza y cede una parte de ella al individuo. La pasividad de éste lo califica como elemento seguro. Así es liquidado lo trágico. En un tiempo su sustancia consistía en la oposición del individuo a la sociedad. Lo trágico exaltaba "el valor y la libertad de ánimo frente a un enemigo poderoso, a una adversidad superior, a un problema inquietante". Hoy lo trágico se ha disuelto en la nada de la falsa identidad de sociedad e individuo, cuyo horror brilla aun fugazmente en la vacua apariencia de aquél. Pero el milagro de la integración, el permanente tacto de gracia de los amos, al acoger a quien cede y se traga su propio rechazo, tiende al fascismo, que relampaguea en la humanidad con que Döblin permite a su Biberkopf arreglarse, como en los films de tono social. La capacidad de encajar y de arreglárselas, de sobrevivir a la propia ruina, por la que es superado lo trágico, es característica de la nueva generación. La nueva generación está en condiciones de cumplir cualquier trabajo, porque el proceso laboral no los ata a ningún trabajo definido. Ello recuerda la triste ductilidad del expatriado, al que la guerra no le importaba nada, o del trabajador ocasional, que termina por entrar en las organizaciones paramilitares. La liquidación de lo trágico confirma la liquidación del individuo.

En la industria cultural el individuo es ilusorio no sólo por la igualación de sus técnicas de producción. El individuo es tolerado sólo en cuanto su identidad sin reservas con lo universal se halla fuera de toda duda. La pseudoindividualidad domina tanto en el jazz como en la personalidad cinematográfica original, que debe tener un mechón de pelo sobre los ojos para ser reconocida como tal. Lo individual se reduce a la capacidad de lo universal para marcar lo accidental con un sello tan indeleble como para convertirlo sin más en identificable como lo que es. Justamente el obstinado mutismo o las actitudes elegidas por el individuo cada vez expuesto son producidos en serie como los castillos de Yale, que se distinguen entre sí por fracciones de milímetro. La peculiaridad del Sí es un producto social registrado que se despacha como natural. Se reduce a los bigotes, al acento francés, a la voz profunda de la mujer experimentada, al Lubitsch touch: son casi impresiones digitales sobre las tarjetas por lo demás iguales en que se transforman -ante el poder de lo universal- la vida y las caras de todos los individuos, desde la estrella cinematográfica hasta el último habitante de una cárcel. La pseudoindividualidad constituye la premisa del control y de la neutralización de lo trágico: sólo gracias al hecho de que los individuos no son en efecto tales, sino simples entrecruzamientos de las tendencias de lo universal, es posible reabsorberlos integralmente en lo universal. La cultura de masas revela así el carácter ficticio que la forma del individuo ha tenido siempre en la época burguesa, y su error consiste solamente en gloriarse de esta turbia armonía de universal y particular. El principio de la individualidad ha sido contradictorio desde el comienzo. Más bien no se ha llegado jamás a una verdadera individuación. La forma de clase de la autoconservación ha detenido a todos en el estadio de puros seres genéricos. Cada característica burguesa alemana expresaba, a pesar de su desviación y justamente mediante ella, una y la misma cosa: la dureza de la sociedad competitiva. El individuo, sobre el que la sociedad se sostenía, llevaba la marea de tal dureza; en su libertad aparente, constituía el producto de su aparato económico y social. Cuando solicitaba la respuesta de aquellos que le estaban ,sometidos, el poder se remitía a las relaciones de fuerza dominantes en cada oportunidad. Por otro lado, la sociedad burguesa también ha desarrollado en su curso al individuo. Contra la voluntad de sus controles, la técnica ha educado a los hombres convirtiéndolos de niños en personas. Pero todo progreso de la individuación en este sentido se ha producido en detrimento de la individualidad en cuyo nombre se producía, v no ha dejado de ésta más que la decisión de perseguir siempre y sólo el propio fin. El burgués, para quien la vida se escinde en negocios y vida privada, la vida privada en representación e intimidad, la intimidad en la hastiante comunidad del matrimonio y en el amargo consuelo de estar completamente solo, en derrota ante sí y ante todos, es ya el nazi, que es entusiasta y desdeñoso a la vez, o el contemporáneo habitante de la metrópoli, que no puede concebir la amistad ya más que como social contact, como aproximación social de individuos íntimamente distantes. La industria cultural puede hacer lo que quiere con la individualidad debido a que en ésta se reproduce desde el comienzo la íntima fractura de la sociedad. En las caras de los héroes del cinematógrafo y de los particulares confeccionados según los modelos de las tapas de los semanarios se desvanece una apariencia en la cual ya nadie cree más, y la pasión por tales modelos vive de la secreta satisfacción de hallarse finalmente dispensados de la fatiga de la individuación, pese a que esto ocurra gracias a las fatigas aun más duras de la imitación. Pero sería vano esperar que la persona contradictoria y decadente no vaya a durar generaciones, que el sistema deba necesariamente saltar por causa de esta escisión psicológica, que esta mentirosa sustitución del individuo por el estereotipo deba resultar por sí intolerable a los hombres. La unidad de la personalidad ha sido escrutada como apariencia desde el Hamlet shakespeariano. En las fisonomías sintéticamente preparadas de hoy se ha olvidado ya que haya existido alguna vez un concepto de vida humana. Durante siglos la humanidad se ha preparado para Victor Mature y Mickey Rooney. Su obra de disolución es a la vez un cumplimiento.
La apoteosis del tipo medio corresponde al culto de aquello que es barato. Las estrellas mejor pagadas parecen imágenes publicitarias de desconocidos artículos standard No por azar son elegidas a menudo entre la masa de las modelos comerciales. El gusto dominante toma su ideal de la publicidad, de la belleza de uso. De tal suerte el dicho socrático según el cual lo bello es lo útil se ha cumplido por fin irónicamente. El cine hace publicidad para el trust cultural en su conjunto; en la radio las mercancías para las cuales existe el bien cultural son elogiadas en forma individual. Por cincuenta cents se ve el film que ha costado millones, por diez se consigue el chewing-gum que tiene tras sí toda la riqueza del mundo y que la incrementa con su comercio. Las mejores orquestas del mundo -que no lo son en modo alguno- son proporcionadas gratis a domicilio. Todo ello es una parodia del país de jauja, así como la "comunidad popular" nazi lo es respecto a aquélla humana. A todos se les alarga algo. La exclamación del provinciano que por primera vez entraba al Metropoltheater de Berlín, "es increíble lo que dan por tan poco", ha sido tomada desde hace tiempo por la industria cultural y convertida en sustancia de la producción misma. La producción de la industria cultural no sólo se ve siempre acompañada por el triunfo a causa del mismo hecho de ser posible, sino también resulta en gran medida idéntica al triunfo. Show significa mostrar a todos lo que se tiene y se puede. Es aun la vieja feria, pero incurablemente enferma de cultura. Como los visitantes de las ferias, atraídos por las voces de los anunciadores, superaban con animosa sonrisa la desilusión en las barracas, debido a que en el fondo sabían ya antes lo que ocurriría, del mismo modo el frecuentador del cine se alinea comprensivamente de parte de la institución. Pero con la accesibilidad de los productos "de lujo" en serie y su complemento, la confusión universal, se prepara una transformación en el carácter de mercancía del arte mismo. Este carácter no tiene nada de nuevo: sólo el hecho de que se lo reconozca expresamente y de que el arte reniegue de su propia autonomía, colocándose con orgullo entre los bienes de consumo, tiene la fascinación de la novedad. El arte como dominio separado ha sido posible, desde el comienzo, sólo en la medida en que era burgués. Incluso su libertad, como negación de la funcionalidad social que es impuesta a través del mercado, queda esencialmente ligada al presupuesto de la economía mercantil. Las obras de arte puras, que niegan el carácter de mercancía de la sociedad ya por el solo hecho de seguir su propia ley, han sido siempre al mismo tiempo también mercancías: y en la medida en que hasta el siglo XVIII la protección de los mecenas ha defendido a los artistas del mercado, éstos se hallaban en cambio sujetos a los mecenas y a sus fines. La libertad respecto a los fines de la gran obra de arte moderna vive del anonimato del mercado. Las exigencias del mercado se hallan hoy tan completamente mediadas que el artista, aunque sea sólo en cierta medida, queda exento de la pretensión determinada. Durante toda la historia burguesa, la autonomía del arte, simplemente tolerada, se ha visto acompañada por un momento de falsedad que por último se ha desarrollado, en la liquidación social del arte. Beethoven mortalmente enfermo, que arroja lejos de sí una novela de Walter Scott exclamando: "¡Este escribe por dinero!", y al mismo tiempo, aun en el aprovechamiento de los últimos cuartetos -supremo rechazo al mercado- se revela como hombre de negocios experto y obstinado, ofrece el ejemplo más grandioso de la unidad de los opuestos (mercado y autonomía) en el arte burgués. Víctimas de la ideología son justamente aquellos que ocultan la contradicción, en lugar de acogerla, como Beethoven, en la conciencia de la propia producción: Beethoven rehizo como música la cólera por el dinero perdido y dedujo el metafísico "Así debe ser", que trata de superar estéticamente -asumiéndola sobre sí- la necesidad del mundo, del pedido del salario mensual por parte de la gobernanta. El principio de la estética idealista, finalidad sin fin, es la inversión del esquema al que obedece socialmente el arte burgués: inutilidad para los fines establecidos por el mercado. Últimamente, en el pedido de distracción y diversión, el fin ha devorado al reino de la inutilidad. Pero como la instancia de utilizabilidad del arte se convierte en total, empieza a delinearse una variación en la estructura económica intima de las mercancías culturales. Lo útil que los hombres esperan de la obra de arte en la sociedad competitiva es justamente en gran medida la existencia de lo inútil: lo cual no obstante es liquidado en el momento de ser colocado enteramente bajo lo útil. Al adecuarse enteramente a la necesidad, la obra de arte defrauda por anticipado a los hombres respecto a la liberación que debería procurar en cuanto al principio de utilidad. Lo que se podría denominar valor de uso en la recepción de bienes culturales es sustituido por el valor de intercambio: en lugar del goce aparece el tomar parte y el estar al corriente; en lugar de la comprensión, el aumento de prestigio. El consumidor se convierte en coartada de la industria de las diversiones, a cuyas instituciones aquél no puede sustraerse. Es preciso haber visto Mrs. Miniver, así como es necesario tener en casa "Life" y "Time". Todo es percibido sólo bajo el aspecto en que puede servir para alguna otra cosa, por vaga que pueda ser la idea de esta otra cosa. Todo tiene valor sólo en la medida en que se puede intercambiar, no por el hecho de ser en sí algo. El valor de uso del arte, su ser, es para ellos un fetiche, y el fetiche, su valoración social, que toman por la escala objetiva de las obras, se convierte en su único valor de uso, en la única cualidad de la que disfrutan. De tal suerte el carácter de mercancía del arte se disuelve justamente en el acto de realizarse en forma integral. El arte se torna una mercancía preparada, asimilada a la producción industrial, adquirible y fungible. Pero la mercancía artística, que vivía del hecho de ser vendida y de ser sin embargo invendible, sé convierte hipócritamente en invendible de verdad cuando la ganancia no está más sólo en su intención, sino que constituye su principio exclusivo. La ejecución de Toscanini por radio es en cierto modo invendible. Se la escucha por nada y a cada sonido de la sinfonía está ligada, por así decirlo, la sublime réclame de que la sinfonía no se vea interrumpida por la réclame: this concert is brought to you as a public service. La estafa se cumple indirectamente a través de la ganancia de todos los produc-tores unidos de automóviles y de jabón que financian las estaciones y, naturalmente, a través del crecimiento de los negocios de la industria eléctrica productora de los aparatos receptores. Por doquier la radio -fruto tardío y más avanzado de la cultura de masas- extrae consecuencias prohibidas provisoriamente al film por su pseudomercado. La estructura técnica del sistema comercial radiotelefónico lo inmuniza de desviaciones liberales como las que los industriales del cine pueden aun permitirse en su campo. Es una empresa privada que está ya de parte del todo soberano, en anticipación en esto respecto a los otros monopolios. Chesterfield es sólo el cigarrillo de la nación, pero la radio es su por-tavoz. Al incorporar completamente los productos culturales al campo de la mercancía, la radio renuncia por añadidura a colocar como mercancía sus productos culturales. En Estados Unidos no reclama ninguna tasa del público y asume así el aire engañosO de autoridad desinteresada e imparcial, que parece de medida para el fascismo. La radio puede convertirse en la boca universal del Führer, y su voz propaga mediante los altoparlantes de las calles el aullido de las sirenas anunciadoras de pánico, de las cuales difícilmente puede distinguirse la propaganda moderna. Los nazis sabían que la radio daba forma a su causa, así como 1a imprenta se la dio a la Reforma. El carisma metafísico del jefe inventado por la sociología religiosa ha revelado ser al fin, como la simple omnipresencia de sus discursos en la radio, una diabólica parodia de la omnipresencia del espíritu divino. El desmesurado hecho de que el discurso penetra por doquier sustituye su contenido, así como la oferta de aquella transmisión de Toscanini sustituye a su contenido, la sinfonía Ninguno de los escuchas está en condiciones de concebir su verdadero contexto, mientras que el discurso del Führer es ya de por sí mentira. Poner la palabra humana como absoluta, el falso mandamiento, es la tendencia inmanente de la radio. La recomendación se convierte en orden. La apología de las mercancías siempre iguales bajo etiquetas diversas, el elogio científicamente fundado del laxante a través de la voz relamida del locutor, entre la overtura de la Traviata y la de Rienzi, se ha vuelto insostenible por su propia tontería. En definitiva, el diktat de la producción enmascarado por la apariencia de una posibilidad de elección, la réclame específica, puede convertirse en la orden abierta del jefe. En una sociedad de grandes rackets fascistas, que se pusieran de acuerdo respecto a la parte del producto social que hay que asignar a las necesidades de los pueblos, resultaría al fin anacrónico exhortar al uso de un detergente determinado. Más modernamente, el Führer, sin tantos cumplimientos, ordena tanto el sacrificio como la compra de la mercancía que antes se desechaba.
Hoy las obras de arte, como las directivas políticas, son adaptadas oportunamente por la industria cultural, inculcadas a precios reducidos a un público reluctante, y su uso se torna accesible al pueblo, como el de los parques. Pero la disolución de su auténtico carácter de mercancía no significa que sean custodiadas y salvadas en la vida de una sociedad libre, sino que ha desaparecido incluso la última garantía de que no serían degradadas a la condición de bienes culturales. La abolición del privilegio cultural por liquidación no introduce a las masas en dominios que les estaban vedados, sino que en las condiciones sociales actuales contribuye justamente a la ruina de la cultura, al progreso de la bárbara ausencia de relaciones. Quien en el siglo pasado o a comienzos de éste gastaba su dinero para ver un drama o para escuchar un concierto, tributaba al espectáculo por lo menos tanto respeto como al dinero invertido en él. El burgués que quería extraer algo para él podía a veces buscar una relación con la obra. La llamada literatura introductiva a las obras de Wagner y los comentarios al Fausto son testimonio de este hecho. No eran aun más que una forma de paso a las notaciones biográficas y a las otras prácticas a las que la obra de arte es hoy sometida. Incluso en los primeros tiempos del sistema el valor de intercambio no era arrastrado tras el valor de uso como un mero apéndice, sino que se lo había desarrollado con premisa de éste, y esto fue socialmente ventajoso para las obras de arte. Mientras era caro, el arte mantenía aún al burgués dentro de ciertos límites. Ya no ocurre así. Su vecindad absoluta, no mediada más por el dinero, respecto a aquellos ante los que es expuesto, lleva a su término el extrañamiento, y asimila a obra y burgués bajo el signo de la reificación total. En la industria cultural desaparece tanto la crítica como el respeto: la crítica se ve sucedida por la expertise mecánica, el respeto, por el culto efímero de la celebridad. No hay ya nada caro para los consumidores. Y sin embargo éstos intuyen que cuanto menos cuesta algo, menos les es regalado. La doble desconfianza hacia la cultura tradicional como ideología se mezcla a aquélla hacia la cultura industrializada como estafa. Reducidas a puro homenaje, dadas por añadidura, las obras de arte pervertidas y corrompidas son secretamente rechazadas por sus beneficiarios, como las antiguallas a las que el medio las asimila. Es posible alegrarse de que haya tantas cosas para ver y sentir. Prácticamente se puede tener todo. Los vaudevilles en el cine, los concursos musicales, los cuadernos gratuitos, los regalos que son distribuidos entre los escuchas de determinados programas, no constituyen meros accesorios, sino la prolongación de lo que les ocurre a los mismos productos culturales. La sinfonía se convierte en un premio para la radioaudición en general, y si la técnica pudiese hacer lo que quiere, el film seria ya proporcionado a domicilio según el ejemplo de la radio. La televisión muestra ya el camino de un cambio que podría llevar a los hermanos Warner a la posición -sin duda, nada agradable para ellos- de custodios y defensores de ta cultura tradicional. Pero el sistema de los premios se ha depositado ya en la actitud de los consumidores. En la medida en que la cultura se presenta como homenaje cuya utilidad privada y social resulta, por lo demás, fuera de cuestión, la forma en que se la recibe se convierte en una percepción de chances. Los consumidores se afanan por temor a perder algo. No se sabe qué, pero de todos modos tiene una posibilidad sólo quien no se excluye por cuenta propia. El fascismo cuenta con reorganizar a los receptores de donativos de la industria cultural en su séquito regular y forzado.

La cultura es una mercancía paradójica. Se halla hasta tal punto sujeta a la ley del intercambio que ya ni siquiera es intercambiada; se resuelve tan ciegamente en el uso que no es posible utilizarla. Por ello se funde con la réclame; que resulta más omnipotente en la medida en que parece más absurda debido a que la competencia es sólo aparente. Los motivos son en el fondo económicos. Es demasiado evidente que se podría vivir sin la entera industria cultural. es excesiva la apatía que ésta engendra en forma necesaria entre los consumidores. Por sí misma, puede bien poco contra este peligro. La publicidad es su elixir de vida. Pero dado que su producto reduce continuamente el placer que promete como mercancía a esta misma, simple promesa, termina por coincidir con la réclame, de la que necesita para compensar su indisfrutabilidad. En la sociedad competitiva la réclame cumplía la función social de orientar al comprador en el mercado, facilitaba la elección y ayudaba al productor más hábil pero hasta entonces desconocido a hacer llegar su mercancía a los interesados. La réclame no sólo costaba sino que ahorraba tiempo-trabajo. Ahora que el mercado libre llega a su fin, en la réclame se atrinchera el dominio del sistema. La réclame remacha el vínculo que liga a los consumidores con las grandes firmas comerciales. Sólo quien puede pagar en forma normal las tasas exorbitantes exigidas por las agencias publicitarias, y en primer término por la radio misma, es decir, sólo quien forma parte del sistema o es cooptado en forma expresa, puede entrar como vendedor al pseudomercado. Los gastos de publicidad, que terminan por refluir a los bolsillos de los monopolios, evitan que haya que luchar cada vez contra la competencia de outsiders desagradables; garantizan que los amos del barco sigan entre soi, en círculo cerrado, no distintos en ello a las deliberaciones de los consejos económicos que en el estado totalitario controlan la apertura de nuevas empresas y las gestiones de las existentes. La publicidad es hoy un principio negativo, un dispositivo de bloqueo; todo lo que no lleva su sello es económicamente sospechoso. La publicidad universal no es en modo alguno necesaria para hacer conocer los productos cuya oferta se halla ya limitada. Sólo indirectamente sirve a las ventas. El abandono de una praxis publicitaria habitual por parte de una firma aislada es una pérdida de prestigio y en realidad una violación de la disciplina que el gang determinante impone a los suyos. Durante la guerra se continúa haciendo publicidad sobre mercancías que ya no están en venta sólo para exponer y demostrar el poderío industrial. Más importante que la repetición del nombre es por consiguiente el financiamiento de los medios de comunicación ideológicos. Dado que, baJo la presión del sistema, cada producto emplea la técnica publicitaria, ésta ha entrado triunfalmente en la jerga, en el "estilo" de la industria cultural. Su victoria es así completa y en tal medida que en los casos decisivos no tiene siquiera necesidad de mostrarse explícita: los palacios monumentales de los gigantes, publicidad petrificada a la luz de los reflectores, carecen de réclame, y se limitan a lo sumo a exponer en los lugares más altos las iniciales de la firma, refulgentes y lapidarias, sin necesidad de elogio alguno. Mientras tanto las casas que han sobrevivido del siglo pasado, en cuya arquitectura se lee aún con rubor la utilidad de los bienes de consumo, el fin de la habitación, son tapiadas, desde la planta baja hasta más arriba del techo, con affiches y carteles luminosos, y el paisaje no es más que el trasfondo de carteles y emblemas propagandísticos. La publicidad se convierte en el arte por excelencia, con el cual Goebbels, con su olfato, la había ya identificado; l'art pour l'art, réclame de sí misma, pura exposición del poder social. Ya en los grandes semanarios norteamericanos "Life" y "Fortune" una rápida ojeada apenas logra distinguir las imágenes y textos publicitarios de los que no lo son. A la redacción le corresponde el reportage ilustrado, entusiasta y no pagado, sobre las costumbres y la higiene personal del astro, que le procura nuevos fans, mientras que las páginas publicitarias se basan en fotografías y datos tan objetivos y realistas que representan el ideal mismo de la información, al que la redacción no hace más que aspirar. Cada film es la presentación del siguiente, que promete reunir una vez más a la misma pareja bajo el mismo cielo exótico: quien llega con retraso no sabe si asiste a la "cola" del próximo film o ya al que ha ido a ver. El carácter de montaje de la industria cultural, la fabricación sintética y guiada de sus productos, industrializada no sólo en el estudio cinematográfico, sino virtualmente también en la compilación de biografías baratas, investigaciones noveladas y cancioncillas se adapta a priori a la réclame: dado que el momento singular se vuelve separable y fungible, ajeno incluso técnicamente a todo nexo significativo, puede prestarse a fines que son exteriores a la obra. El efecto, el hallazgo, el exploit aislado y repetible, está ligado a la exposición de productos con fines publicitarios, y hoy cada primer plano de la actriz es una réclame de su nombre, todo motivo de éxito el plug de su melodía. Técnica y económicamente réclame e industria cultural se funden en una sola. Tanto en la una como en la otra la misma cosa aparece en innumerables lugares y la repetición mecánica del mismo producto cultural es ya la del mismo slogan de propaganda. Tanto en la una como en la otra, bajo el imperativo de la eficacia, la técnica se torna psicotécnica, técnica del manejo de los hombres. Tanto para la una como para la otra valen las normas de lo sorprendente y sin embargo familiar, de lo leve y sin embargo incisivo, de lo hábil y sin embargo simple; se trata siempre de subyugar al cliente, representado como distraído o reluctante.
El lenguaje con el que la cultura se expresa contribuye también a su carácter publicitario. Cuanto más se resuelve el lenguaje en comunicación, cuanto más se tornan las palabras -de portadoras sustanciales de significado- en puros signos carentes de cualidad, cuanto más pura y trasparente es la transmisión del objeto deseado, tanto más se convierten las palabras en opacas e impenetrables. La desmitización del lenguaje, como elemento de todo el proceso iluminista, se invierte en magia. Recíprocamente diferentes e indisolubles, la palabra y el contenido estaban unidos entre sí. Conceptos como melancolía, historia y hasta "la vida" eran conocidos dentro de los límites del término que los perfilaba y los custodiaba. Su forma los constituía y los reflejaba a un mismo tiempo. La neta distinción que declara casual el tenor de la palabra y arbitraria su coordinación con el objeto, liquida la confusión supersticiosa de palabra y cosa. Lo que en una sucesión establecida de letras trasciende la correlación con el acontecimiento, es prohibido como oscuro y como metafísica verbal. Pero con ello la palabra -que ahora sólo debe designar y no significar nada- queda hasta tal punto fijada a la cosa que se torna rígida como fórmula. Ello afecta por igual a la lengua y al objeto. En lugar de llevar el objeto a la experiencia, la palabra expurgada lo expone como caso de un momento abstracto, y el resto, excluido de la expresión -que ya no existe- por un deber despiadado de claridad, se desvanece incluso en la realidad. El ala izquierda en el foot-ball, el camisa negra, el joven hitlerista, etc., no son nada más que como se llaman. Si la palabra antes de su racionalización había promovido junto con el deseo también la mentira, la palabra racionalizada se ha convertido para el deseo en una camisa de fuerza más dura que la mentira. La ceguera y la mudez de los datos a los que el positivismo reduce el mundo inviste también al lenguaje que se limita a registrar tales datos. De tal manera los términos mismos se convierten en impenetrables, conquistan un poder de choque, una fuerza de adhesión y de repulsión que los asimila a lo que es el extremo opuesto de ellos, a las fórmulas mágicas. Vuelven así a operar en toda una serie de prácticas: en el hecho de que el nombre de la estrella sea combinado en el estudio cinematográfico de acuerdo con los datos de la experiencia estadística, en el hecho de que el welfare state sea exorcizado con términos tabú como burócrata o intelectual, o en el hecho de que la vulgaridad se torne invulnerable asociándose al nombre del país. El nombre mismo, que es lo que más relacionado está con la magia, sufre hoy un cambio químico. Se transforma en etiquetas arbitrarias y manipulables, cuya eficacia puede ser calculada, pero que justamente por ello están dotadas de una fuerza y una voluntad propias como la de los nombres arcaicos. Los nombres bautismales, residuos arcaicos, han sido elevados a la altura de los tiempos, y se los estiliza en forma de siglas publicitarias. Suena a viejo en cambio el nombre burgués, el nombre de familia que, en lugar de ser una etiqueta, individualizaba a su portador en relación con sus orígenes. Esto suscita en muchos norteamericanos un curioso embarazo. Para ocultar la incómoda distancia entre individuos particulares, se llaman entre ellos Bob y Harry, como miembros fungibles de teams. Semejante uso reduce las relaciones entre los hombres a la fraternidad del publico de los deportes, que impide la verdadera fraternidad. La significación, que es la única función de la palabra admitida por la semántica, se realiza plenamente en la señal. Su naturaleza de señal se refuerza gracias a la rapidez con ha que son puestos en circulación desde lo alto modelos lingüísticos. Si los cantos populares han sido considerados patrimonio cultural "rebajado" de la clase dominante, en todo caso sus elementos asumían la forma popular a través de un largo y complicado proceso de experiencias. En cambio, la difusión de los popular songs se produce en forma fulminante. La expresión norteamericana fad para modas que se afirman en forma epidémica -es decir, promovidas por potencias económicas altamente concentradas- designaba el fenómeno mucho antes de que los directores de la propaganda totalitaria dictasen poco a poco las líneas generales de la cultura. Si hoy los fascistas alemanes lanzan desde los altoparlantes la palabra "intolerable", mañana el pueblo entero dirá "intolerable". Según el mismo esquema, las naciones contra las cuales fue lanzada la guerra relámpago alemana han acogido en su jerga tal término. La repetición universal de los términos adoptados por los diversos procedimientos torna a éstos de algún modo en familiares, así como en los tiempos del mercado libre el nombre de un producto en todas las bocas promovía su venta. La repetición ciega y la rápida expansión de palabras establecidas relaciona a la publicidad con las consignas totalitarias. El estrato de experiencia que hacía de las palabras, las palabras de los hombres que las pronunciaban ha sido enteramente arrasado y en la pronta asimilación la lengua asume una frialdad que hasta ahora sólo la había distinguido en las columnas publicitarias y en las páginas de anuncios de los periódicos. Infinitas personas emplean palabras y expresiones que o no entienden o las utilizan sólo por su valor behavioristic de posición, como símbolos protectores que se adhieren a sus objetos con tanta mayor tenacidad cuanto menos se está en condiciones de comprender su significado lingüístico. El ministro de Instrucción popular habla de fuerzas dinámicas sin saber qué dice y los songs cantan sin tregua sobre rêverie y rhapsody y deben su popularidad justamente a la magia de lo incomprensible experimentada como el estremecimiento de una vida más elevada. Otros estereotipos, como memory, son aun entendidos en cierta medida, pero hu-yen a la experiencia que debería colmarlos. Afloran como enclaves en el lenguaje hablado. En la radio alemana de Flesch y de Hitler se pueden advertir en el afectado alemán del anunciador que dice a la nación "Hasta volver a oírse" o "Aquí habla la juventud de Hitler" e incluso "el Führer" con una cadencia particular, que se convierte de inmediato en el acento natural de millones de personas. En tales expresiones se ha suprimido incluso el último vínculo entre la experiencia sedimentada y la lengua, que ejercía aún una influencia benéfica en el siglo XIX a través del dialecto. El redactor, a quien la ductilidad de sus convicciones le ha permitido convertirse en "redactor alemán", ve en cambio a las palabras ale. manas transformarse bajo la pluma en palabras extranjeras. En cada palabra se puede distinguir hasta qué punto ha sido desfigurada por la "comunidad popular" fascista. Es verdad que a continuación este lenguaje se ha convertido en universal y totalitario. No es ya más posible advertir en las palabras la violencia que sufren. El anunciador radial no tiene necesidad de hablar con afectación, pues no sería ni siquiera posible, si su acento se distinguiese en carácter del grupo de oyentes que le ha sido asignado. Pero en cambio la forma de expresarse y de gesticular de los escuchas y de los espectadores -hasta matices a los que ningún método experimental está en condiciones de llegar- se hallan traspasados por el esquema de la industria cultural más que nunca antes. Hoy la industria cultural ha heredado la función civilizadora de la democracia de la frontier y de la libre iniciativa, que por lo demás no ha tenido nunca una sensibilidad demasiado refinada para las diferencias espirituales. Todos son libres para bailar y para divertirse, así como -desde la neutralización histórica de la religión en adelante- son libres para afiliarse a una de las innumerables sectas. Pero la libertad en la elección de las ideologías, que refleja siempre la constricción económica, se revela en todos los sectores como libertad de lo siempre igual. La forma en que una muchacha acepta su date obligatoria, el tono de la voz en el teléfono. en la situación más familiar la elección de las palabras en la conversación, y la entera vida íntima, ordenada según los conceptos del psicoanálisis vulgarizado, documenta el intento de hacer de sí el aparato adaptado al éxito, conformado -hasta en los movimientos instintivos- al modelo que ofrece la industria cultural. Las reacciones más íntimas de los hombres están tan perfectamente reificadas ante sus propios ojos que la idea de lo que les es específico y peculiar sobrevive sólo en la forma más abstracta: personality no significa para ellos en la práctica más que dientes blancos y libertad respecto al sudor y a las emociones. Es el triunfo de la réclame en la industria cultural, la imitación forzada, por parte de los consumidores, de las mercancías culturales incluso neutralizadas en cuanto a su significado.